lunes, 31 de octubre de 2016

OJOS AZULES, Presencia enloquecedora (Final)



PARTE FINAL





Recuerdo el día en que visité la casa de Orlando. El sol emanaba un calor tan intenso como ningún otro día de ese mes. Estaba en el carro, parqueado frente a su casa con un temor singular por conocer la verdad. La casa a simple vista parecía estar deshabitada, pero me di cuenta que las ventanas se encontraban abiertas y se escuchaba a lo lejos la melodía de una balada. Me bajé del auto sin mucha prisa y me dirigí a la puerta de la casa. Toqué el timbre y esperé, quizás unos cuantos segundos, pero no hubo respuesta. Volví a tocar el timbre y mientras seguía en mi angustiosa y sofocante espera, recordaba aquellos momentos cuando Orlando era un frecuente visitante de mi consultorio, de aspecto lánguido y rostro que plasmaba una interminable agonía y dolor. Un hombre de no más de 30 años con una importante enfermedad que comprometía sus pulmones. Pero mi rápido viaje a través del tiempo fue interrumpido por la puerta que se abrió: 

- ¡Doctor pero que sorpresa! – dijo mi antiguo paciente evidentemente contento.

Su aspecto no había variado mucho luego de varios meses desde la última vez que nos vimos, cuando me entregó el cuadro, a excepción de su mirada que se notaba claramente llena de vida. 

- ¿Que lo trae por acá doctor? Vamos pase, ésta en su casa – me dijo con tono familiar 

- Muchas gracias Orlando – dije mientras cruzaba la puerta.


Siempre he sido consiente que la relación entre un médico con su paciente se desarrolla mucho más rápido y de manera franca y honesta que la de dos amigos cercanos. Conocía muchos detalles de su vida, como el fracaso de su matrimonio, pero a pesar de esto, no podía dejar de sentirme incómodo. Supongo que siempre me he sentido incómodo con cualquiera. 

Me senté en el sofá de la sala ocultando la ansiedad que estaba por desbordarse a ese punto de la visita. Él se me acercó y me ofreció un café, pero dije cordialmente que no. Le pregunté cómo iba su salud, a lo que respondió.

- Muy bien doctor. Gracias a usted puedo seguir con mi vida –

No respondí nada. No tenía ánimos de seguir una charla que no llevaría a nada ni mucho menos la fuerza para fingir una respuesta cordial. Estaba destrozado mentalmente en ese punto de mi vida. Simplemente me quedé allí, mirando a un vacío en mi mente y esperando la respuesta a una pregunta que ni siquiera me había animado a formular. 

- Doctor ¿qué le pasa? – Dijo él con un tono más serio

La pregunta era sencilla para responder, pero difícil para pronunciarla. En ese punto pude darme cuenta que la mujer del cuadro no solo controlaba mis emociones, sino también manipulaba mi mente. Con gran esfuerzo pude sacar las palabras que tanto deseaba pronunciar.

- ¡el cuadro! –

- ¿el cuadro? – dijo él mientras se inclinaba hacia adelante

- Si, el cuadro que usted me dio hace tiempo, ¡hábleme de él! –

Miré la expresión de su rostro y esperaba ver plasmada la viva imagen del misterio, pero fue todo lo contrario. El hombre sonrió y tomó un sorbo de café y se quedó allí mirándome con esa sonrisa que me resultaba imposible descifrar. Se levantó de la silla en la que se encontraba, justo al frente mío y dijo: 

- Mi abuelo solía llamarla “la reina desnuda – pausó – Según cuenta mi abuelo, ese cuadro lo pintó un viejo amigo suyo de la escuela. No recuerdo su nombre, creo que era algo como “Joselito” no estoy seguro, pero sé que era un estupendo pintor. Y bueno ese cuadro le fue obsequiado a mi abuelo como una muestra de afecto. Significaba mucho para él, desde entonces, ver ese cuadro colgado en la sala de la casa – 

Me resultaba difícil creer esa historia y me pareció raro que me regalara el cuadro, a pesar del valor emotivo y sentimental que tenía

- ¿Y entonces por qué me regaló el cuadro? – Pregunté, atento a la expresión de su rostro.

- Doctor, usted salvó mi vida y estoy enormemente agradecido. No sabía cómo pagarle, así que decidí entregarle algo que tuviera un enorme valor sentimental para mi familia y para mí – 

Sus ojos se cristalizaron y dio media vuelta para ocultar sus lágrimas. Por un momento pude sentir una paz interior, aquella que había perdido hacía algún tiempo y me limité a decir: 

- Es usted una persona muy amable y sincera. Muchas gracias –

- Gracias a usted doctor – dijo mientras giraba su cabeza hacia mí 

Era imposible encontrar malas intenciones en sus acciones. No descartaba la posibilidad de que estuviera mintiendo, pero sus palabras resultaron convincentes. Entonces rondó por mi mente un pequeño detalle de gran importancia: El pintor del cuadro. 

- ¿Y sabe usted que es de la vida del autor del cuadro? - 

- Se suicidó – dijo – lo encontraron sentado en una silla en medio de su taller, con un tiro en la cabeza y sosteniendo aún el revólver con su mano izquierda- 

- Ya veo – dije con cierta satisfacción, como si aquella respuesta explicara todos los sucesos diabólicos que rondaban en torno a ese cuadro. 

- Dicen que fue por problemas económicos – continuó – pero sospecho que había algo más que lo condujera a tan aberrante final-

- ¿Por qué lo dice? – Pregunté. 

- Lo conocí muy poco, pero siempre me pareció un hombre extraño. Y desde niño siempre me dio la impresión de estar obsesionado con sus cuadros. Le obsesionaba que las miradas de sus personajes fueran perfectas, pero, en fin, solo estoy diciendo locuras –

Estuve a punto de decirle todo lo que estaba ocurriendo en mi casa, pero algo me detuvo. Quizás el temor de ser visto como un desquiciado se imponía sobre mis actos. Quería creerlo. 

- ¿Sería mucha molestia si pudiera ver una vez más el cuadro de mi abuelo?– dijo, deteniendo el caos que se generaba en mi cabeza 

Sin titubeos le dije que sí, y ambos nos embarcamos en el auto directo a la “casa del horror” 

En el camino fuimos conversando sobre el partido de futbol del día anterior, el cual no había visto pero sí había escuchado comentarios en la radio. 

Llegamos a la casa y tan pronto cuando nos bajamos del auto, pude sentir ese aire de tristeza y sufrimiento que tanto me enfermaba. Entramos a la casa y de inmediato se pudo ver el cuadro, glorioso a la vista de todo el que entrara, resplandeciendo el lugar y ocultando su terrible y demoniaco secreto. Orlando se quedó allí, en el umbral de la puerta observando detenidamente el cuadro, como si fuera la primera vez que lo hubiera visto. Se acercó lentamente, a paso hipnótico, sin quitarle la vista. Yo me limitaba simplemente a observar sus acciones. Y de repente se detuvo a mitad de camino, volvió su mirada hacia mí y sonrió. Era una sonrisa plena, como si su felicidad estuviera completa. Me extrañó mucho su mirada, por lo que le dije:

- ¿Qué ocurre? –

- No es nada – respondió – simplemente había olvidado esa mirada-

Sus palabras fueron como una estaca directamente clavada al corazón. No entendía el sentido de sus palabras, no comprendía nada. Mi mente quedó en blanco y sin capacidad de razonar. 

Orlando se acercó a mí y colocó su mano derecha en mi hombro izquierdo y me agradeció por permitirle ver el cuadro de su abuelo y que era hora de marcharse. Le dije instintivamente que lo llevaba a su casa, pero dijo:

- Está bien doctor, no se preocupe. Yo caminaré hasta mi casa…. Me siento con ánimos en esta mañana- 

No lo detuve, no pude hacerlo. Simplemente lo vi irse y perderse entre las personas, volteando su mirada una sola vez para decir adiós.



Aquel martes de septiembre fue particularmente aterrador. Mi familia ya me había abandonado hacía un par de semanas y desde entonces me sentía desprotegido ante esa fuerza demoniaca que cada día se adentraba más y más en mis emociones. Regresaba a casa a altas horas de la noche evitando estar en lo más mínimo con esa mujer merodeando por doquier. Me quedaba un par de horas más en el consultorio haciendo cualquier cosa que me ocupara la mente, o simplemente me iba a la tienda de la esquina a esperar que el tiempo recorriera su camino, tomando un par de cervezas y en ocasiones entablando una conversación con el dueño de la tienda. Tan pronto como llegué a esa espeluznante casa del horror, pude verla ahí, con todos los focos apagados. Era total la oscuridad, así como el interior de mi mente. Me quedé un par de minutos en el interior del auto, tomando fuerzas para entrar a “mi hogar” y poder dormir. Por más extraño y contradictorias suenen mis palabras, aquel cuadro se había apoderado por completo de mí. Dependía de él y me atormentaba en cada momento de mi vida. Estaba adicto a esa mujer de ojos hermosos y demoniacos. Transcurrieron unos diez minutos, tal vez más, hasta que pude bajarme del auto y entrar a la casa. Me dirigía lentamente con las llaves rebozando en mis manos y cuando estuve en la puerta, preparé mis oídos para escuchar una vez más esa melodía que no tenía origen alguno. Entré a la casa y todo estaba oscuro y sorpresivamente en silencio. Sentía más temor como ningún otro día. No sabía qué se podía esconder entre las cortinas de soledad y oscuridad que se alzaban ante mis ojos. Rápidamente busqué el encendedor de la lámpara que estaba a no menos de unos cuantos centímetros de la entrada, hasta que por fin lo encontré. La luz se encendió, cegándome con su resplandeciente luminosidad. Dejé caer el bolso que llevaba colgado en mi hombro derecho y di unos cuantos pasos hacia adelante hasta llegar al pie de la escalera. Tenía mi vista puesta en el suelo, y tan pronto la alcé estuve al frente del cuadro. Mis ojos no podían creer lo que era testigo y pronto la angustia y el temor se hicieron casi palpables; la mujer no estaba en la pintura. Una simple imagen de una habitación adornada con la Venus del espejo se había convertido aquella obra que deslumbraba a visitantes y atormentaba mi vida. Pronto un río de lágrimas recorría mi rostro y caían impregnándose en mi camisa. Con un movimiento agresivo, giré mi cabeza hacia la derecha, donde estaba el comedor y no vi nada. Rápidamente di un giro hacia la izquierda, directo a la sala, y pude presenciar a lo lejos, sentado en un sofá, entre penumbras y dándome la espalda, la silueta de una persona. Quedé petrificado, mirando lo que quizás sería la viva imagen de la locura. El temor se desvaneció, las lágrimas desaparecieron de mi rostro y solo quedó un ente vacío en un cuarto penumbroso. Sin ser consciente de lo que hacía caminé directo a lo que podría ser mi final. Solo podía distinguir la silueta de su cabeza, y pude notar el castaño de su larga cabellera. Me Detuve a unos cuantos pasos de lo que ya estaba seguro de que era la mujer del cuadro, y me quedé observándola. Quería tocarla y comprobar que era real lo que estaba siendo testigo, pero una fuerza mayor a mi cerebro detuvo mi brazo. Sin darme vuelta y sin quitarle los ojos de encima a la presencia fantasmagórica caminé hacia la puerta de la casa tan lentamente sin hacer ningún ruido. Di un último vistazo y cerré la puerta y me encontré aplacado por la luz de la luna situado en un rincón apartado del cielo. Mis piernas no podían sostener más el peso de mi cuerpo, y pronto caí rendido al suelo sin fuerzas ni siquiera para gritar. Me quedé derrumbado en el asfalto y esperé tranquilamente hasta perder la conciencia y caer rendido a lo profundo de mis sueños.


La mañana siguiente desperté con un terrible dolor cervical, el cual impidió que me levantara rápidamente del suelo. Sin poder siquiera comprender y analizar aquel inusual suceso de la noche anterior, entré con mayor tranquilidad a la casa y pude ver el cuadro, colgado en la pared de la escalera, con la mujer posando su mirada a mi destrozado ser. Todo tipo de emociones afloraron a partir de esa última mirada que lanzó con aquellas malas intenciones. El miedo pronto fue disipándose y dio lugar a una ira incontenible que encendía el más puro odio que jamás había sentido por algo o alguien. 

- ¿Qué miras? – dije a la mujer del cuadro con un tono de voz alto

La mujer se quedó ahí, sin darme respuesta alguna y solo mirándome con esos hermosos ojos azules.

- ¡Maldita sea! ¿qué quieres de mí? Me quitaste todo lo que quería y amaba y me dejaste abandonado, por favor dime ¿qué carajos quieres de mí? – 


Pero aquella dama de exuberante cuerpo y hermosos ojos azules, permanecía estática, mirándome fijamente a los ojos. En un arranque de locura mezclada con odio y enojo acumulado a lo largo de intensos meses cargados de miseria y dolor, corrí hacia las escaleras, tomé el cuadro y de un golpe rompí la pintura en pedazos. Sin quedar satisfecho y con el odio hirviendo la sangre en mis venas, tomé lo que quedaba del cuadro y salí de la casa. Arrojando los restos a la mitad de la calle, tomé el carro y pasé una y otra vez encima de ellos hasta ver los restos esparcidos en el asfalto. Detuve el auto en la mitad del camino y me bajé con mucha prisa hasta caer arrodillado en el agrietado suelo. Grité con una fuerza que provenía de lo más profundo de mi corazón:

- ¡Por fin te has ido puta! – 

Y quedé arrodillado en la mitad de la calle, rodeado por varios vecinos curiosos que no ocultaban su cara de temor y asombro al ver mi rostro desquiciado de victoria……


Han estallado varios amaneceres después de la destrucción física de aquella pintura del infierno, pero aquellos ojos azules siguen mirándome en las noches. A pesar de haber destruido por completo ese cuadro, no he podido sacar de mi mente esa mirada encantadora, perversa, malvada, delirante……. Pero eso acabará pronto. Con el revólver que sostengo en mi mano izquierda terminaré finalmente con mi sufrimiento, y pronto me hallaré en una bolsa plástica con los sesos desparramados y una sonrisa victoriosa plasmada en mi rostro.





FIN



Un cuento de:
Miguel Ángel Ruiz Reyes

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