jueves, 8 de septiembre de 2016

CONFINADO (Primera parte)



PRIMERA PARTE


El estridente aullido de la alarma del celular explotó en mi oído derecho, poniendo fin a la tranquilidad de mi descanso y avisándome sobre el renacer de un nuevo día, 16 de Diciembre, fecha cantada para el funeral fastuoso de mi libertad, y día inaplazable para el sepelio de mi soltería.  Me levanté con dificultad y apagué el insoportable sonido, mientras la hora dibujada en la pantalla del aparato penetró en mis ojos cansados: seis en punto. En sólo tres horas estaría con el pescuezo enrojecido por el abrazo rudo de la soga, dando el “si” frente a la mujer que había soportado mis excesos y mal genio en los últimos 10 años. Paciente, perseverante, o estúpida, no lo sé. Lo cierto era que después de escabullirme en esta estrepitosa década de placer y desenfreno, necesitaba la tranquilidad de un hogar, el calor de una nueva familia, y las cadenas rígidas del matrimonio con sus gruesos eslabones, representados en esa figura menuda, sonriente, y de enorme paciencia,  me traerían esa paz que anhelaba tanto en el último año.  Por lo menos eso pensaba yo, aun en esa mañana calurosa pringada por el licor azucarado de una noche anterior llena de libertinaje absoluto y placer total, donde dije a adiós a mi amada soltería en medio de un rosario de tetas de silicona, tangas de hilo dental, traseros gigantes y cerveza a chorros corriendo por esos cuerpos esculturales y malvados. Tal vez debido a la somnolencia, a los recuerdos felices y por las secuelas del alcohol, no alcancé a percibir el olor a tragedia que invadía el ambiente fermentado de mi habitación, y que mandaría por el caño, todos mis planes absurdos de una vida tranquila. Estaba a menos de 1 hora de la fatalidad.

El baño me trajo nuevamente a la vida, y otra vez resurgieron mis temores más profundos. El importante paso que tanto había aplazado por considerar que no tenía la suficiente madurez, ya lo había dado. Pero… ¿Qué había cambiado en mí para lanzarme al vacío de esa forma?... ¡ni idea! Aun tenía tiempo de escapar, de tomar un avión rumbo a la libertad eterna y mandar al diablo todo este intenso asunto de la boda. Pues ya era lo suficientemente duro y estresante el hecho de atar mis actos, mi espacio, y hasta mis pensamientos a los de otro ser, con un cordón ridículamente corto, para adicionar mas complejidad y desespero a mi existencia con una fiesta rimbombante y detalles absurdos. Que la decoración, que la comida con tres carnes, tres arroces, tres ensaladas, 10 postres,  5 entradas y un coctel de bienvenida; pensar también en el licor, la champaña, las flores, los anillos, la lista de invitados, la luna de miel, el sitio, y un cúmulo de boberías mas, de las cuales quise escapar y no pude, pues según me dijeron “un matrimonio es de dos”, y lo primero que se hace juntos es precisamente eso, la fiesta, ese carnaval pintoresco de estupideces, donde se llena el buche y se humedece en gaznate de un montón de gente, que al final critican hasta el más mínimo detalle del jolgorio. Que la decoración es fea, insípida, pasada de moda. O que la comida es pobre, de mala sazón o no está acorde a la hora de la boda. En fin, ¡para volverse loco! Pero bueno, ya todo estaba preparado y solo faltaba mi carne aguada, y el desfile timorato de mis huesos por la pasarela de ejecución. Patíbulo que no llegaría a pisar, pues el destino me tenía preparada una sorpresa desagradable. Tobogán lustroso a la desdicha.

Después de vencer a la pereza, ya me encontraba perfectamente afeitado, peinado y con mi traje almidonado cubriendo todas mis dudas. Estaba algo sorprendido de mi soledad a escasas horas del crucial “si”. Seguramente en casa de la novia habría un ajetreo de gente: familiares, amigos, estilistas, chismosos, etc. En medio de un remolino atroz de estrés y correrías. En cambio en mi apartamento de soltero, sólo estaba yo con mi consciencia perturbada, actor secundario de la obra matrimonial. Un mísero aditamento de la boda. Sólo un mal necesario para cumplir el sueño de una inocente chica de llegar al altar. Ni una llamada, ni un mensaje, ni un amigo, ni mis hermanos, nadie llegó a darme animo en esta dura mañana de diciembre. Ya no quise pensar más tonterías, me dolía la cabeza, y no precisamente por la terrible resaca. Así que unté mi rostro de perfume y de valor,  tomé las llaves del carro, las del apartamento, y salí rápidamente dejando un portazo a mis espaldas, y al mismo tiempo, mi amado estilo de vida.

El ascensor, como siempre, tardaba en llegar al piso 15 de mi felicidad. Aguardé varios minutos viendo como paraba en cada piso en su eterno ascenso hacia mi dudosa existencia, y mi acalorado cuerpo bañado en sudor. Cuando se encontraba en el piso 14, de repente un extraño temblor acompañado de un poderoso estruendo sometió toda la estructura de 20 pisos a un ligero baile que arrancó mis pies del suelo y me hizo caer de posaderas en el mismo.

<< ¿Un temblor? – Pensé – Imposible, ¿una bomba tal vez?... no, no puede ser >>

Me levanté rápidamente, mientras limpiaba acelerada y torpemente mi pantalón de lino blanco. Unos segundos después escuché la conocida campañilla anunciando la llegada del ascensor, el cual se abrió de par en par dejando ver mi asustado reflejo en el espejo interno del recinto. Dudé por un instante ingresar, pues en casos de emergencia no es recomendable tomar el ascensor. Pero la idea de recorrer los escalones desde el piso 15 hasta el sótano, con ese ropaje caluroso y corbata al cuello, me arrojó de golpe al interior aromatizado del mismo. Oprimí rápidamente el botón “S1”, luego el botón de las flechas para cerrar las puertas y miré como éstas se unían lentamente, como un par de labios infames formando una sonrisa malévola en una boca que se acababa de tragar mis miedos, mis dudas y toda mi vida. Boca hirviente de la cual no saldría jamás.

El ascensor comenzó a descender ruidosamente, surcando los pisos con una lentitud pasmosa, como una cínica burla  a mi desesperación demente. 14…13…12… ¡era irritante! Nunca me habían gustado los ascensores, tal vez por la claustrofóbica idea de quedar atrapado para siempre en uno de ellos, cosa que no había sucedido jamás, a pesar de usarlos todos los días en la casa y el trabajo. Pero en esa mañana, y después de aquel extraño incidente antes de tomar el ascensor, me empezó a consumir la idea de que esa tan temida primera vez estaba a punto de suceder.
Ya iba por el piso 5 cuando una nueva y potente sacudida estremeció todo mi cuerpo al compás de la vibración infame y terrible del ascensor, afectado también por el raro temblor. Me paré como pude y comencé a oprimir los botones de los pisos restantes… el 5…4…3… pero el malnacido ascensor no abría sus endemoniadas puertas en ninguno de ellos. Por lo menos, y para mi extinta tranquilidad, continuaba bajando, y esta vez rápida y decididamente.
Sentí una brisa fresca y salina, cuando extrañamente las puertas metálicas se abrieron en el Lobby del edificio. Sin dudarlo ni un momento salí de esa caja humeante de un solo salto, con la misma rapidez como cuando pregunté aquella noche remota y trágica, con desdén y un poco borracho: ¿quieres casarte conmigo? Pero esta vez con la firme convicción de haber hecho lo correcto. Nada, ni nadie me haría subir otra vez en ese ataúd móvil, por lo menos en los próximos días, hasta que se me olvidara el incidente y volviera a navegar en las impávidas aguas de la rutina. Pero el infortunio de fulminó de golpe en un instante.

<< ¡Mierda los anillos! – Pensé – ¿Donde coño los metí? >>

Busqué afanosamente en todos los bolsillos de mi traje de lino, sin hallar aquella maldita cajita forrada en gamuza dorada.

<< Los dejé en el apartamento, ¡maldita sea! … ahora tengo que volver >>

Pensé tomar rumbo al piso quince surcando la embravecida e interminable marea de escalones. Pero mi cuerpo envinagrado por el sudor rancio del miedo, detuvo mi pie en el primer escalón.

 << Mierda, si subo las escaleras me derrito en sudor a la mitad del camino – me dije – Arruino mi pulcritud y esta mujer me mata si me ve andrajoso en su día perfecto y soñado. Mejor cojo el maldito ascensor >>

Di media vuelta y dirigí mi paso acelerado en dirección de las metálicas y acicaladas puertas del endemoniado ascensor. Pero antes pregunté al vigilante:

– Jorge, ¿sentiste el temblor de hace un rato? –
– No señor, no he sentido nada – respondió – usted sabe que acá en el Lobby nada se siente –

<< ¡Maldito imbécil! – Pensé – ese idiota nunca ve, ni oye, ni siente nada. Siempre lavándose las manos. Me dieron ganas de exprimirle el cuello para que sintiera algo por primera vez en su miserable vida >>

– Bueno idiot… digo Jorge, voy a tomar el ascensor, creo que tiene problemas. Por favor está pendiente y si vez que se queda parado en algún piso llamas de inmediato al personal de mantenimiento. ¿Entendido?
– Si mi Don, yo estoy atento –

Terminadas las indicaciones a ese estúpido, ingresé una vez más a la caja flotante que tanto miedo me producía, podría asegurar que más aun que el propio matrimonio. Oprimí el luminoso botón cuadrado, con el numero quince en alto relieve. Una vez más las puertas atravesaron el espacio para fundirse en un beso eterno y repetitivo. Pero antes de conseguir en anhelado contacto una mano delicada se atravesó haciendo que estas se abrieran nuevamente.

 – Perdone señor, casi me deja el ascensor –

Era una joven hermosa y con un cuerpo bien formado. Su pinta deportiva ajustada a esa figura deliciosa en toda su geografía era la evidencia de horas de gimnasio. Su cuerpo rociado por gotitas luminosas de sudor, su aroma efervescente a hembra apta para la reproducción y su carita pícara cual solapado ángel de la lujuria, reanimaron mi instinto cazador y apetito voraz por todo lo que destilara ese aromatizado marisco.

– ¿Que piso mi amor? – Pregunté – ¿El 18 dices? –
– Si, Gracias señor – Respondió mientras frotaba una toallita por su rostro rojizo –
<< ¿Señor? – Pensé – ¡Si supiera ella a cuantas jovencitas que me habían dicho señor había puesto a chillar en mi cama! >>

Su presencia encantadora de carnes bien formadas calmó la avalancha de mis miedos, pero revolvió la sopa de mis dudas. Tendría que hacerme más hábil aun para poder comerme esos tiernos caramelitos después del “si”, pues la marcación ahora sería más estricta. Pero mandé al diablo otra vez esos pensamientos, ya que al ver a esa chiquilla con sus nalgas redondas apretadas en esa Lycra negra, me di cuenta que el matrimonio no cambiaría mi dieta, mi apetito. Sería el mismo de siempre, sólo con un anillo opresor, pero por fortuna fácilmente removible.
La campanilla me despertó de mis pensamientos obscenos, donde había desnudado y clavado a la bella joven por todos lados y en todas las posiciones conocidas hasta la saciedad.

<< Algún día después de todo este alboroto de la boda, lo haría realidad – Pensé casi excitado – ahora a buscar esos putos anillos y cumplir mí cita con el destino >>

Después de mucho revolver el apartamento, ya los anillos se encontraban protegidos en el bolsillo izquierdo de mi saco. Las llaves del carro en el bolsillo izquierdo del pantalón de lino junto con las llaves del apartamento. Celular cargado hasta el tope en el bolsillo derecho del pantalón, y mi billetera con $50.000 pesos hinchada en mi nalga derecha. Eran todas mis pertenencias en ese momento, cuando las puertas del ascensor me invitaron a su interior una vez más. Entré, esta vez sonriente y con mucha calma  a pesar del ligero retraso. Con un raro deseo agolpado en mi interior de posar mi ser sobre las tablas recias del “cadalso” y comenzar de una vez mi nueva vida pringada de mentiras y engaños. Pero la adversidad, brillaría para mí, antes de volver a sonreír.

CONTINUARÁ...

Espera el próximo jueves la segunda parte del cuento.

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