jueves, 15 de septiembre de 2016

CONFINADO (Segunda parte)


SEGUNDA PARTE


Pensaba muchas cosas mientras en ascensor descendía a velocidad “normal”… 12…11…10… ¿Qué ruta tomar para llegar rápido a la iglesia?, ¿cómo clavar a mi nueva esposa para que se sintiera como si fuera la primera vez?, ¿cuál sería el tiempo prudente para el primer desliz? … todo en completa calma, cuando de pronto, otra vez el mundo se zarandeó en el interior del ascensor, revolviéndome el estomago y golpeando todo mi cuerpo en ese bamboleo infernal.  Las luces comenzaron a espabilar copiosamente y un ruido metálico y agudo envolvió el ambiente ahogando por completo mis alaridos de pavor. De repente el endemoniado cajón de lata comenzó a caer con furia a una velocidad asombrosa, que hizo volar mi cuerpo aterrado hasta el cuadriculado techo de madera, donde quede pegado a merced de la aceleración y aguardando el choque definitivo y fulminante con el suelo donde se despedazaría esa infernal caja junto con mi desparramado ser, formando una masa irreconocible de escombros y viseras, que aun vibrarían por el poderío del impacto. Mi vida llegaba a su fin.


El ascensor se detuvo antes de chocar con el piso, en una sinfonía de sonidos metálicos que destrozaron mis oídos y quebrantaron mis nervios por completo. Me encontraba nuevamente en el suelo de caucho del enlatado ataúd, con el cuerpo magullado, la cara cortada, el traje destruido. Seguramente todo pasó en unos pocos segundos, pero en medio de mi terror parecieron horas eternas de padecimiento, de dolor y de angustia. Me puse de pie torpemente, pues aun me encontraba bajo efectos de un terrible mareo, y con algo de esfuerzo comencé a presionar desesperadamente el botón para abrir la puerta, pero nada ocurrió. El panel de botones parecía muerto, de igual forma la pantalla de LCD donde solía dibujarse el número del piso actual. Procedí entonces con aflores de locura a hundir repetitivamente el botón de alarma, luego el que se adornaba con una figura de teléfono, seguramente para pedir auxilio al mundo exterior. Pero nada ocurrió, nadie respondió.

– Calma, calma – Me dije agitadamente – hay que mantener la calma, pronto el imbécil de Jorge se dará cuenta que el ascensor está averiado y mandará a buscar al personal de mantenimiento. Es cuestión de soportar unos minutos –

Pero los minutos pasaron con la suavidad cortante de la desesperación, y con la pánfila velocidad de unos pies untados de plomo, y nada pasó, nadie llamó, ningún ruido en las cercanías de mi encierro. Reinaba una hiriente calma, un silencio tormentoso y una preocupación creciente de estar sepultado bajo toneladas de escombros, en medio de una ciudad muerta, destruida por un terremoto nefasto, sin personal de mantenimiento cerca, sin rescatistas al tanto del pobre imbécil encerrado en el ascensor, y con una boda suspendida por la ausencia de un novio que se perdió en su egoísmo y su cobardía. Entonces grité, lloré, reí y oré. Pero nada conseguía esa dosis de paz que necesitaba para enfriar mi cabeza y armar una estrategia de fuga, de escape o simplemente de auxilio. Pero de repente, sepultado en mi congoja, sentí un bulto en el bolsillo derecho de mi percudido pantalón de lino, ¡si, era mi celular! ¿Por qué no había pensado en usarlo antes?... ¡qué estúpido!...con una sola llamada tendría a todo el personal de bomberos y a todos los rescatistas de la ciudad tratando de sacarme de mi celda cubica. Pero mi naciente ilusión fue destrozada con el terrible mazo de la realidad, pues el maldito celular brillaba con un funesto mensaje en su pantalla que decía para dolor mío: Sin servicio. 

– ¡Malditos celulares! – Grité – ¿Por qué en los ascensores quedan sin señal?

Apreté con fuerza al maldito aparato y lo destrocé contra el piso del ascensor, maldiciendo una y otra vez a todas las compañías de telefonía celular, a los fabricantes de celulares, y a los malnacidos que diseñaron este endemoniado ascensor sepultado en el interior del edificio, en una fosa de concreto y hierro donde escasamente entran moléculas de oxigeno para respirar. Pero al ver regadas las tripas del celular y la batería en el piso de la caja infernal, desvíe la rabia hacia mi furioso e iracundo genio,  por haber destruido el único artefacto de distracción, o de salvación. Y al mismo tiempo lo único que podría darme la hora en ese horno de latón, y mantenerme ligado así al susurro inmaterial del tiempo. Ahora estaba a merced de los cálculos, de la aproximación de los minutos, del conteo mental en intervalos de 60 en 60 para sumar minutos a los cestos de las horas de confinamiento. Y así lo hice, hasta que mis ojos se cerraron lentamente sucumbiendo sin remedio al peso del miedo y del agotamiento mental, hasta sumergirme en la oscuridad del sueño cuando llegaba forzosamente al número 4880 de mi absurdo conteo.



Un calor asfixiante me arrancó del placido país del sueño, al tiempo que un zumbido devoraba el silencio al interior de aquella infernal “lata de sardinas”. Mi vista cansada, nublada y desesperada comenzó a buscar la fuente de ese ruido, para comprobar si por algún motivo estaba ligado con el aumento de la temperatura en el ascensor. En efecto, el sonido rasposo que llegaba a mis oídos era el agónico clamado del ventilador que se encontraba en el techo, el cual estaba chorreando su último aliento de vida, limitando el aire “fresco” que alimentaba el interior de mi celda, hasta que, en un aullido solitario de perro, se arrojó a la muerte de los aparatos eléctricos: se quemó. Dejándome una terrible sensación de ahogo, de calor, de locura. Sentía mi piel hirviendo, mi sangre burbujeando, mi cuerpo derretido, mis pulmones apretados y mi corazón desbocado en latidos insolentes. No podía respirar, hablar, concentrarme en un punto fijo. Tenía nauseas, temblores que dominaban mi cuerpo lamido en un sudor de hielo, miedo, pavor. Quería escapar de las densas sábanas que me arropaban en esa caverna y respirar, y gritar y vivir, y casarme. Así que comencé a gritar, a llorar una vez más y a golpear las paredes tratando de destruir esas barreras que me apresaban, sin conseguir el éxito en mi cometido. Desesperado y aturdido incrusté mis dedos en la ranura de las puertas para abrirlas a la fuerza, pero no cedieron ni un milímetro, dejándome una vez más exhausto, adolorido, derrotado y con los dedos destrozados. Pero me inyecté fortaleza una vez más y con mi última reserva de aliento me apoyé en una de las paredes y coloqué mi pie derecho en la baranda que se encontraba justo debajo del espejo. Tomé impulso y di un fuerte puñetazo al rígido y cuadriculado techo de madera. Lo impacté con toda mi furia una y otra vez, hasta desprender el aditamento ornamental que forraba lo más alto de mi cámara mortuoria, dejando al descubierto una fuerte lamina metálica que no cedió al desespero de mis golpes. Una vez más las películas de acción me habían fallado. No encontré la puerta de escape por donde entran y salen los héroes de la pantalla grande, destruyendo así la última esperanza de salvación que arropaba en lo más profundo de mi agobiada existencia. Y para colmo de males, producto de esos acalorados azotes, las lámparas comenzaron otra vez con un incesante parpadeo, convirtiendo al ascensor en una pequeña discoteca, hasta que sucumbieron, al igual que el ventilador, dejando mi vida en las tinieblas, sin aire, sin ventilación sin esperanzas y pataleando en el infesto y nauseabundo lodazal del miedo, la demencia y la desesperación. 
Me tiré al suelo, y me encogí en uno de los ardientes rincones al tiempo que me despojaba mecánicamente de los zapatos, el pantalón y la camisa. Lloré en silencio, y me dejé llevar de nuevo por el agotamiento, perdiendo la consciencia con la imagen resplandeciente y borrosa de mi novia estampada en el invisible tapiz de mi memoria. Añorando su presencia tierna y sus manos delicadas corriendo raudas por la pradera ceniza de mi pelo. Sus labios frescos derretidos en mi boca hambrienta y su sonrisa cristalina iluminando mi sendero. Era precisamente eso, su sonrisa, lo que más extrañaba en aquella cloaca lúgubre y solitaria. Aquellos labios arqueados, que no vería jamás. 


CONTINUARÁ...

Espera el próximo jueves la parte final del cuento.

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