jueves, 22 de septiembre de 2016

CONFINADO (Última parte)


PARTE FINAL



La siesta se prolongó más allá de los cálculos y los conteos de minutos llenando barriles de horas, que al mismo tiempo colmaron bodegas enteras de meses, inclusive de años. Mi vida se congeló en la oscuridad de esa caja de 1,2 X 1,2 metros, donde aprendí a vivir curtido de soledad y demencia. Al principio me sorprendió el no sentir hambre, quizá por alimentarme día a día del caldo ácido del miedo y la crema batida de la rabia. Al mismo tiempo las necesidades fisiológicas habían desaparecido de mi débil cuerpo, seguramente consecuencia de lo primero: al no comer, no cagaba, si no cagaba, la idea de morir de una vez por un chorro infinito de diarrea  no sucedería jamás. Pero no aguardé únicamente por una muerte lenta y pacífica. Intenté muchas veces a lo largo de ese encierro ilógico acabar con mi sufrimiento eterno, sin éxito alguno. Un día cualquiera, de esos dominados por la depresión, destrocé a puño limpio el apagado espejo de la celda. Tomé uno de los afilados fragmentos y cercené mis venas ansiosas. Pero la sangré no brotó. Iracundo agarré otro pedazo puntiagudo y me lo clavé en el cuello, pero ni dolor sentí. Fue ahí cuando la teoría de encontrarme en el limbo cobró fuerza. Seguramente había muerto destrozado por el impacto del ascensor y mi alma había quedado encerrada en ese espacio diminuto aguardando la sentencia final, mi condena. O el dictamen ya había sido anunciado, y era padecer eternamente en ese recinto maldito. Mientras esa fatal idea se cocinaba en mi subconsciente, yo seguía maquinando planes para acabar con mi infortunio. Me apuñalé varias veces con la llave del carro, me tragué las llaves del apartamento con todo y llavero. Componía canciones enteras con el acústico martillar de mi cabeza contra el piso y las paredes, pero nunca llegué a sentir dolor, y mucho menos a probar el fermentado aliento de la muerte expelido por sus dientes rancios y su  rostro huesudo. Así que un día, de esos de extraña alegría, decidí acabar con esas ideas suicidas y acostumbrarme a vivir de recuerdos, de sueños, de ideas. El primer recuerdo que llegó a esa fétida cárcel, fue precisamente la última imagen seductora que estremeció mi universo en un baile de lujuria antes de quedar atrapado en el confinamiento de mis miedos. Esa bella joven con su cuerpo bien formado y pinta deportiva apretada en sus carnes firmes; gotitas brillantes de sudor en su rostro pícaro e insinuante, que me había acompañado en medio de pensamientos libidinosos antes del derrumbe de mi vida, apareció en el tóxico y avinagrado espacio de 1,2 X 1,2 metros del endiablado ascensor, vestida de luz, inmaculada.  Con su toallita sobre el hombro derecho, cola de caballo apresando una cabellera negra y espesa, y esa Lycra negra potenciadora de sus nalgas duras y macizas.

<< ¿Es una alucinación? – me pregunté en medio de mi excitación – Sea un sueño u otra sorpresa de éste limbo eterno, la voy a disfrutar, y como prometí hace algún tiempo, la voy a poner a chillar.>>

Sin dar más espera a mis manos ansiosas y a mi corazón acelerado en latidos perturbados, me abalancé sobre mi presa vencida. La agarré con firmeza por su fina cintura, y choqué mis labios secos contra su boca azucarada probando el néctar de su boca y la textura de su lengua inquieta.

– ¡Señor! – Me dijo sin aliento – Deje algo para mañana
– El mañana no existe en este hueco, mi amor – Le respondí mientras le destrozaba el Top sobre su pecho erguido, dejando al descubierto un par de colinas coronadas con rosados pezones llenos de luz – Esto es un día largo y eterno, mi día de suerte por lo que veo. Cállate y disfruta.

De igual forma, y de un solo golpe, la despojé de su apretada lycra negra y de su delicado panty blanco de encaje. Quedando la obra de arte de su sexo al descubierto, sublime y tierno, tal como lo había imaginado en tantos años de encierro y soledad. Y lo mejor de todo, a merced de mi pasión ilimitada y mis sucios deseos encarnizados y reprimidos. Sin perder más tiempo, desgasté la piel húmeda de mis manos fuertes, mis labios agrietados y mi lengua ardiente sobre esa geografía montañosa y fragante de abdomen plano, glúteos redondos, vellos erizados al mínimo roce de mis dedos ansiosos, mientras sus acalorados suspiros de placer alimentaban una furia volcánica en mi entre pierna envuelta en el fuego de la excitación. Pero cuando mi “flecha” en llamas incendiada, estaba lista para clavarse en lo más profundo de ese cuerpo monumental y luminoso, se quebró de repente entre mis afanadas manos esa figura desnuda de bellas carnes, dejando mil esquilas de luz flotando en medio de la oscuridad asesina de mi tumba cubica. Quedando yo agitado, consternado, con las ganas florecidas y el cuerpo en llamas, al tiempo que una maldición por mi infortunio explotó de mi garganta y rebotó por las paredes metálicas del éste cofre maldito que disfrutaba con el espectáculo de mi desgracia.

– ¡Maldita sea mi suerte y mi vida! – Grité con todas mis fuerzas – ¡Esto no me puede estar pasando! ¡No me pueden dejar con las ganas!

Lloré de rabia una vez más tirado en el piso de caucho del ascensor, sin consuelo alguno, hasta que mi corazón encontró la calma en otro recuerdo, un recuerdo amado: Luciana. El día que la conocí en aquel establecimiento de libros y café, en medio de suaves luces verdes y naranjas, con sus ojos bellos devorando un gigantesco libro de Tolstoi y unas galletas de macadamia. Con esa imagen tenue, con el aroma a café, y el sabor de su primera mirada, me fundí en el bálsamo de un sueño donde se recreaba ese instante, por la eternidad.

Un tiempo después de la “aparición divina” de la joven, y de vivir de ideas, sueños y recuerdos, decidí inyectarme entusiasmo, y recorrí ese cajón infame una y otra vez. A veces durante horas y horas en línea recta, acumulando kilómetros en mis suelas. Me parecía muy raro como la dimensión de ese recinto estaba ligada con mi estado de ánimo. Cuando sentía “felicidad”, se ensanchaba sin límites, convirtiéndose en una enorme llanura por donde podía correr, brincar, y rodar durante horas sepultado en la oscuridad. Otras veces cuando intentaba correr embriagado por la rabia y la depresión, me golpeaba la cara con las paredes de la mazmorra, sintiendo cómo estas se acercaban apretando mi cuerpo con ese asfixiante y rudo abrazo. Así que opté por estar siempre feliz y disfrutar de la vida en ese encierro. De hacer las paces con mí destino, con mi suerte y con mis pensamientos. 
Me disculpé en la distancia cósmica con mi novia, por todos los engaños en nuestros 10 años de compartir un sentimiento, que sólo llegué a sentir real en mi absurdo confinamiento. Extrañé por mucho tiempo los deliciosos gestos de su rostro delicado, el perfume dulce de su voz cálida, y todos los movimientos perfectos de su cuerpo floral. Estampé su nombre en las 4 paredes de mi desdicha: “Luciana”, y grabé su sonrisa inmaculada en el techo de mi corazón, para que derramara luz en el valle oscuro de mi existencia extinta.  Pero a pesar de aumentar los días de felicidad, no todo fue tranquilidad y paz en mi extraño mundo de tinieblas. Muchas veces escuchaba durante largos periodos la voz clara de mis familiares. Sus reproches, sus insultos, y a veces, su llanto prolongado. También llegaba la voz de Luciana con todos sus matices amados, pero estaba llena de melancolía y de tristeza. Contagiándome de sus estropeados sentimientos de dolor, consiguiendo que el espacio de mi encierro se encogiera, hasta sentir los cuatro muros apretando con rudeza mi cuerpo derrotado, invadiendo el diminuto mundo con el crujir de mis huesos partidos. Siempre que esto sucedía, una lluvia de manos luminosas invadía mi dimensión y asechaban mi vida. Me tiraban del cabello, me agarraban por los brazos, por el cuello, por los pies y halaban con fuerza tratando de elevarme. Otras veces estas mismas manos siniestras me golpeaban la cara, la espalda el pecho y me agarraban por las muñecas con firmeza. Pero  siempre me defendía con vehemencia, con ahínco,  y las mordía sin pudor sintiendo el oxido sabor de la sangre jugueteando en mi colérica boca, viéndolas partir nuevamente y como las vi llegar, flotando con su resplandor alucinado en el infinito de la oscuridad.

Pero una “noche” (así llamé al periodo de tiempo en que dedicaba más tiempo a dormir) escuché otra vez en la lejanía, el llanto calmado de Luciana forrado por la felpa del eco. Mi corazón estreñido se quebró a la mitad al primer sollozo del ser amado. Ella repetía mi nombre una y otra vez, clamando por mi regreso.

– Abel, Abel, Abel – Rogaba – Regresa Abel, vuelve a mi –

Ya había escuchado ese clamor en distintas voces conocidas y queridas. Lo que me insinuaba estar dormido, perdido, secuestrado, o en una cama de un hospital en estado de coma.

<< ¡Eso es! – Pensé – de todas las locas hipótesis de mi raro destierro y clausura, esa debe ser la real… debo estar en un hospital dormido. Seguramente sobreviví al impacto del ascensor y quedé con serios traumas cráneo-encefálicos que me mantienen soñando. Esas últimas palabras de Luciana eran las piezas definitivas para armar el rompecabezas de mi tragedia >>

– Por favor Abel vuelve, regresa a mi lado –
– ¡Si mi amor, volveré a ti! – Grité – ¿pero dime cómo vuelvo? ¿Cuál es el camino de regreso?

Como si hubiera escuchado mi pregunta, me respondió  atravesando la barrera dimensional entre los dos, gritando con todas sus fuerzas. Esta vez su cálida voz cayó como piedra sin vestigios de eco o lejanía.

– Déjate llevar Abel, déjate llevar. ¡No me muerdas más!

Asombrado por el revelador mensaje, levanté mis ojos dormidos al irreal techo de mi aposento opresor y grité con vehemencia esperando el brillo perturbador de aquellas manos que tanto temía:

– Aquí estoy Luciana, llévame contigo, ¡rescátame de este encierro por favor!

Y explotó el cielo de mi mundo, de mi mazmorra pestilente, donde había vivido refugiado de mis miedos y a merced de ellos al mismo tiempo durante varios años. Y brotaron como ramas luminosas aquellas manos límpidas con las que tanto había luchado y a las que había mordido hasta el cansancio en defensa de mi integridad mental, sin saber que eran las puertas hondas hacia la libertad absoluta. Me acogieron con dulzura, me acariciaron el rostro, el cabello enmarañado y secaron mis lágrimas amargas. Luego se deslizaron por mi barbilla, mi cuello, mis hombros y se posaron en mi antebrazo derecho, halando suavemente hacia arriba. Sentí como mis pies se despegaron del húmedo piso de caucho del ascensor. El calor constante había desaparecido, mis pulmones se hincharon llenándose de un aire nuevo y fresco, mientras mi cuerpo entero levitaba sostenido fuertemente por el enjambre de manos piadosas que me guiaban por un sendero luminoso hacía un firmamento interminable de paz y de dicha. Por fin sentía la tranquilidad que tanto había añorado en los interminables días, meses y años de cautiverio en ese féretro asfixiante y aniquilador de esperanza, que me había devorado en aquella mañana remota, cuando me encontraba fulminado de miedo con mi pulcro traje blanco y a pocas horas de mi trascendental boda, la cual pensaba retomar una vez fuera del apestoso túnel. Pero antes de asomar mi humanidad golpeada por la barrera inmaterial hacía el mundo real, fuera del estado de coma profundo, la voz de Luciana me entregó un mensaje aterrador:

– Eso es amor mío – dijo con la voz sumergida en llanto – Sigue la luz para que por fin puedas descansar de esta pesadilla –

– ¡No puede ser! – Grité – ¡Me voy a morir! –

Esa camino luminoso era la ruta hacia el más allá, hacia el descanso eterno, ¡hacia la muerte!
Increíblemente después de tanto buscar el rustico corte de la guadaña mortal sobre mi cuello, ahora que lo sentía deslizarse implacable sobre mi garganta desnuda, no lo quería. ¡No, no, no! ¡No  quería  morir!, quería seguir viviendo aunque fuera en la oscuridad y soledad hiriente de mi encierro, de mi conocido ascensor del infierno, de mi guarida sofocante que había aprendido a soportar, e inclusive, a querer. A vivir de mis recuerdos, de mis añoranzas y de mis miedos recurrentes. Pero ahora nada podía hacer, por fin salía del limbo agobiante rumbo a lo desconocido, rumbo al punto final de mi existencia, a la muerte. Así que con resignación me dejé absorber por la cascada de luz que empapó todo mi cuerpo sudado y me transportó, después de mucho padecer, a la paz absoluta de mi ser.
–Perdón papá y mamá por mi distanciamiento, nunca los dejé de querer. Perdón amigos míos por todos los errores. Perdón vida por no valorarte lo que te merecías. Perdón Luciana, te fallé, fuiste lo que más amé y lo que más extrañaré. Espero volver a verte un día.

Y así dije adiós a todo, y a todos mientras mi cuerpo se desintegraba quedando sólo un gas inerte rodeando mis pensamientos y mis sentimientos más profundos. Untado de paz sucumbí y me mezclé con el universo que me acogía con una sonrisa de estrellas, tan luminosa como la de mi amada Luciana, iluminando mi sendero, por toda la eternidad.








EPÍLOGO


– Me alegro mucho que hayan decidido internale, créanme que aquí estará mucho mejor que en ese armario. –

– Fue muy difícil doctor, pensamos que se recuperaría en cualquier momento. Usted sabe, empezó a mostrar síntomas de mejoría cuando salió del armario y caminaba por toda la casa. Corría, saltaba, comía lo que le provocaba de la nevera, iba al baño, y se le veía a veces tan feliz, que pensamos que mejoraría, que gran error.

– Varias veces les dije que estos desequilibrios mentales ligados al parecer a una esquizofrenia no eran de fácil tratamiento, y mucho menos se curaban por sí solos. Su hijo por algún motivo buscó refugio en una realidad diferente dentro del armario de su habitación, y durante estos meses se acostumbró a ella, desconectándose por completo de la realidad.

– ¿Pero se va a curar doctor? Dígame la verdad por favor, no le mienta a una madre.

– No puedo asegurar nada en este momento señora, apenas vamos a comenzar con el tratamiento.

– ¿Pero es necesario que esté aquí doctor? Él no es agresivo, y ese tratamiento se lo podrían dar en casa ¿no? Los únicos brotes de violencia los dio cuando tratábamos de sacarlo a la fuerza del armario. Ahí pataleaba y nos mordía las manos.

– Señor Sanabria, una vez más le digo que su hijo estará muy bien aquí. Por ahora sólo le hemos dado unos sedantes. Más adelante comenzaremos el tratamiento. Más bien acompáñenme para terminar el trámite de ingreso.

Luciana sólo se limitaba a escuchar la conversación y a secar de sus ojos un llanto insipiente que humedecía su vista. Miraba al amor de su vida postrado en una cama con los ojos perdidos, la mirada muerta, y un gesto extraño. No parecía el mismo que un par de meses antes le pidió por fin la mano en matrimonio, después de 10 años de espera. Lo amaba profundamente, y por eso sabía, que era mejor que estuviese ahí. Lo supo siempre desde que lo vio perdido en la oscuridad del armario.

– Vamos Luciana, despídete de Abel y acompáñanos hija.
– Ya voy doña Raquel, deme sólo un minuto.
– Bueno Lucy, te esperamos afuera.

Luciana se acercó al cuerpo sedado de Abel, y deslizó suavemente sus dedos trémulos sobre la pradera alborotada y ceniza de su cabello. Besó su frente húmeda y se despidió para siempre de él. Sabiendo que Abel se había marchado para siempre de ese cuerpo, mucho antes de encerrarse en el armario. Ojalá se haya despedido amándola como siempre ella lo había amado a él, y con la pequeña esperanza de encontrarlo algún día, aunque fuera en el confinamiento de su alma, o un rincón oscuro de su atormentado corazón.




FIN






ALVARO RUIZ REYES
Copyright © Alvaro Ruiz Reyes



1 comentario:

  1. Hola! Te sigo y te he nominado en un booktag. Te dejo aqui el link http://helenatesno.blogspot.com.es/2016/09/booktag.html?m=0

    ResponderEliminar