lunes, 19 de junio de 2017

Tu Llegada



Cartagena 19 de junio de 1992.

La tarde se nos vino encima, decorada con un cielo de felpa gris como tapiz sombrío, cargado de estruendos, destellos fulminantes, vientos huracanados y una borrasca hambrienta que chocaba con la tierra ansiosa, las calles agrietadas y tejados sedientos, levantando el fragor de los aromas dormidos y regándolos por todo el ambiente.

A mis casi nueve años de tránsito por las calles de la vida, esa condición atmosférica intermitente, ya había tenido como mínimo unos tres significados diferentes para mí. Pasó de ser las lágrimas sagradas de Dios, a un gigantesco grifo abierto por San Pedro, y en esa tarde opaca y nebulosa, de un simple aguacero de junio, a una señal húmeda que presagiaba el fin del mundo como lo conocía hasta entonces.  

Después de una larga espera de nueve meses, los cuales parecieron nueve años, pues a esa infantil edad el tiempo transcurre con un pánfilo andar, estaba todo listo: el maletín con esmero preparado, el escenario reservado, la tía Alba avisada con suficiente anticipación para cuidarme a mí, y muchos detalles más señalados en la lista de pendientes, todos y cada uno de ellos resueltos con la mayor diligencia.

En ese momento turbio y húmedo, la impaciencia y mi prematuro estrés formaban un aura densa alrededor de mi cuerpo. Ya quería conocer de una vez por todas a mi nuevo compañero de juegos, con el cual compartiría todos mis juguetes, saldría a manejar mi poco usada y casi oxidada bicicleta roja; jugaría fútbol en la calle, y escucharía mis agudos comentarios sobre el fútbol de muñecos. Ya no tendría que esperar con agobio la llegada de mis tres primos grandes para jugar, ni el asedio de mi pequeño primo terremoto Ricardo, ni las esporádicas visitas de mi hermano Mario para sentirme acompañado en esos eternos, tediosos y solitarios fines de semana. Desde mañana no tendría un hermano a ratos, ni primos casi hermanos por momentos. Ya podría dejar de hablar con seres imaginarios en los rincones oscuros de la locura, y dejaría de escuchar las voces siniestras y agudas de los muñecos en protesta por abusar de sus servicios de entretenimiento. Ya me despediría de todo eso, faltaba poco, solo tenía que sobrevivir una noche más a mis pensamientos dementes.

Mi mamá salió de la habitación con una bata blanca bañada de resplandor, su rostro con el fulgor de la alegría me contagiaba aún más en la distancia, y su vientre abultado agitaba mi pequeño corazón de niño solitario. Corrí en busca de un abrazo y recibí todo el amor de su pecho acelerado junto con la caricia de su lechoso perfume. Rocé mis dedos inquietos sobre su redonda barriga vibrante y le dije cuánto añoraba a mi hermanito. A pesar de la cortante prisa, hubo tiempo para inmortalizar el momento, y no dejarlo solo como una imagen opaca del pasado en alguna fosa perdida de nuestros recuerdos. Así que con la rustica y roja cámara fotográfica en manos, afloré mis precoces dotes de fotógrafo, capturando algunas imágenes para la posteridad, utilizando el pesebre regado de lluvia de las lomas vecinas, el firmamento algodonado teñido de gris, y la cotidianidad de las calles mojadas del barrio como fondo imponente de ese febril instante de felicidad. Las cosas ya no volverían a ser iguales, nuestro hogar se llenaría con unos nuevos ojos, con una nueva sonrisa, y un cuarto corazón retumbaría en la sinfónica de nuestra pequeña familia. Esa tarde gris de lluvia copiosa jamás regresaría, llevándose consigo en su gélido regazo, la soledad.

Mi papá agarró mi mano temblorosa y me condujo por las calles empapadas de la aun joven urbanización San Juan, uno de mis recintos favoritos para disfrutar a plenitud el regalo de la niñez. Así que, esquivando los charcos y grietas del acuoso pavimento en ese mundo aparte, llegamos al apartamento de la tía Alba, donde me esperaban mis tres primos: Rafaelito, Toño y Tico. Y el joven Rafael, gozando aun de un poblado bigote y el cabello negro.
La noche transcurrió lenta, fría, con el ataque inclemente de los mosquitos hambrientos, y con un rastrillar de pensamientos absurdos dando vueltas en mi cabeza enferma y ansiosa. Nunca, en esos casi nueve años de vida pude caer dormido como piedra. Cerrar los ojos adormilados en la noche, y volverlos a abrir en la mañana siguiente embarrados de legañas, sin tener que escuchar voces fantasmales, ruidos sepulcrales, carcajadas malignas. Siempre los abría a media noche dándole alas a mi imaginación torcida, y cabida a los espectros de la noche para recoger el miedo entre las sabanas bañadas por la pálida luz de la luna, que, dibujaba las más espeluznantes figuras en la habitación en medio de tantas sombras, inundando de terror esas madrugadas eternas, donde solo el refugio perfumado del cobijo de mi madre y mi padre, podía evaporar esos espíritus malvados adictos al sudor frío y denso de mi palpitante pavor. Esa noche de tétrica llovizna, lejos del refugio salvador de mis padres, en medio de una ronda de criaturas siniestras y de la angustia afilada de mi alma, me concentré en el rostro desconocido de mi hermanito como remedio para el miedo. Lo imaginé parecido al mí, con una sonrisa estampada en la cara, y unos ojos grandes iluminando la habitación. Disipando con su voz y sus manos pequeñas, los temores de mi vida. Alejando a los fantasmas con su sola presencia radiante, haciéndome soñar otra vez, con aventuras increíbles y luces de colores. Ese pensamiento afable me condujo directo al inmaterial país del sueño, sumergiéndome en él hasta el nacer de la alborada. 

En esa mañana fogosa, a una hora diferente a la real, me engalané con mi mejor atuendo: un suéter azul con un extraño estampado, una pantalonera de tela sintética mitad azul y mitad verde fosforescente, medias blancas y zapatos deportivos un poco untados de barro. Peiné mi cabello mojado a la moda de la época con un camino a un lado y esperé con angustia el momento de conocer a mi nuevo amigo. Seguramente él estaba tan ansioso como yo por conocernos, y tal vez ya sabía mi nombre, así como yo conocía el suyo desde hacía un par de meses: Miguel Ángel, como la tortuga ninja de antifaz color naranja, mi favorita.

Al llegar a la clínica mi corazón descontrolado no cabía en mi pecho sofocado. Daba tumbos como loco queriendo salir de mi cuerpo tembloroso. Se me hizo eterno el trayecto desde la entrada del recinto con aroma a alcohol antiséptico hasta la habitación atestada por el inconfundible perfume del merthiolate recién untado, mezclado con la fragancia penetrante del límpido multiusos y un poco de detergente. Sin duda alguna, olor a hospital. Mi madre yacía con la mirada perdida y sin color en el rostro tendida en la metálica cama, cubierta con una sábana hasta la mitad del tronco. Fue una imagen pavorosa, impactante. Pero lo que más me llenó de terror fue el no encontrar a Miguel Ángel en la habitación. ¿Será que se perdió? ¿Será que se lo robaron? ¿Dónde está? Pregunté       
Está en la sala cuna – me dijeron – ya lo traen.

Mi abuela, mi papá, y yo aguardamos con impaciencia. Había esperado ya mucho tiempo por él, desde esa tarde soleada cuando lloré pidiendo, exigiéndole a mi mamá su llegada para tener con quien jugar. Y ahora cuando ya existía en este mundo, no podía verlo, cargarlo, besarlo porque no lo traían de la supuesta sala cuna. Era desesperante.

Después de mucho esperar, en una hora diferente a la real, entró envuelvo como un regalo entre mantas blancas fragantes. Desde lejos, lo primero que vi fue una respingada y puntiaguda nariz, después unos ojos grandes, como los del sueño, los que espantaban la oscuridad. Lo pusieron en mis brazos trémulos y por primera vez en mi vida me sentí grande. Ya no era el más pequeño en el mundo, en mi mundo. Ya no era el más indefenso de la casa, por eso, tenía la obligación de cuidar de él por el resto de mi vida, amarlo y protegerlo. Enseñarle a jugar, a correr, a patear el balón, a dar vida a los muñecos. En ese momento intenso y electrizante mi pecho se llenó de sentimientos nuevos, desbordando una emoción indescriptible en todo mi ser, causante principal del derretir de mis ojos en llanto cálido y sincero, porque en ese febril momento supe gracias a ese pequeño y delicado ser entre mis brazos, que nunca más volvería a esta solo.

Dedicado a mi hermano Miguel Angel, hoy en el día de su cumpleaños.

FIN



ALVARO RUIZ REYES
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