PARTE FINAL
Y sus ojos se abrieron nuevamente, recibiendo un chorro
límpido de luz amarilla. Y un centenar de murmullos llegaron con mucho eco y
distorsión a sus oídos muertos.
<< ¿Qué me pasa? – Pensó – ¿Dónde estoy? ¿Estaré
muerto?>>
Pero al aclararse su vista y al sintonizarse sus oídos con la
frecuencia de las voces a su alrededor, descubrió que se encontraba tirado en
la calle de su conocido sector laboral, justo en la esquina donde reposaba como
siempre la carpa roja que protegía del sol al “Quiosco de Joaco”, en el cual
pudo apreciar a pesar del aturdimiento y la distancia, el ajetreo de siempre.
– ¿Qué pasó? – Le preguntó a un “cuidador” de carros de la
zona a quien conocía desde hacía varios años – ¿cómo llegué hasta aquí?
– Docto, usted salió corriendo del quiosco de Joaco y al
llegar aquí a la esquina se desmayó. Yo lo recogí enseguida y lo ayudé a
levantar. Un cliente del restaurante que salió al mismo tiempo que usted me
comentó que usted se había parado normal de la mesa, pagado la cuenta, y que
cuando puso el primer pie afuera, salió disparado como bala hasta que se tumbó
aquí en la grama.
– ¿Cuánto tiempo duré inconsciente?
– Como un minuto diría yo
Aun con un dolor de cabeza insoportable terminó de ponerse en
pie, sacó su billetera y con algo de temor y cautela buscó un billete de diez
mil. Lo removió con cuidado y se alegró de no verlo transformarse en mariposa
una vez se encontró fuera.
– Toma Lucas, gracias por tu ayuda.
Después de recibir las gracias eternas por la bonificación,
paró un taxi, se acomodó en su asiento de felpa, y pidió que lo llevaran a la
dirección de su casa.
Durante el viaje revivió las imágenes de la bruja, la
apestosa y repugnante comida, el perfume nefasto, las miles de mariposas negras
que revoletearon por todo el restaurante. Aun podía sentir en su realidad
palpable, como estos endemoniados espectros acariciaban su cabeza y su cara con
sus alas de mentira.
Ya en su casa con una fiebre altísima y alucinaciones
espeluznantes, sintió un ardor profundo en sus entrañas, como si corriera un
rio de ácido en su interior. De repente un hambre voraz se apodero de él, y
comenzó a devorar con locura todo lo que encontró en la nevera, inclusive un
pollo crudo y congelado. Pero nada podía calmar ese apetito violento que lo
dominaba. Cuando terminó con todo alimento en su casa salió como loco hacia la
tienda, y se gastó el dinero que le quedaba en frutas, verduras, embutidos,
gaseosas y golosinas. Pero no consiguieron apaciguar sus ansias de comida. Fue
ahí cuando se arrepintió de darle tanto dinero al loco del parqueo, pues con
esa suma pudo haber comprado algunas cosas más.
Sin un peso el bolsillo volvió a su apartamento, y acabó con
el arroz crudo, las lentejas, los frijoles, la sal, el azúcar y todos los
condimentos. Después, impulsado por el hambre engulló las plantas ornamentales
de su balcón y la tierra húmeda de las macetas, sin conseguir la saciedad y
tranquilidad anhelada. Entonces, abrumado por el ardor en su estómago y por la
locura, se tiró al piso y lloró a caudales. Lloró y lloró hasta que se
resecaron sus ojos, y sin más llanto que expulsar, devolvió todo lo que se
había comido en un vomito que se regó por toda la sala. Se tiró otra vez en el
suelo y se restregó con el jugo rancio de sus entrañas hasta que perdió el
conocimiento lentamente, en un viaje profundo y sin regreso. Así pasó todo el
largo fin de semana. Comiendo porquerías y vomitándolas a los pocos minutos, en
medio de un descalabro mental impresionante y de un espíritu muerto que solo
pensaba en comer y comer.
El lunes llegó con un pensamiento que se incrustó en su mente
agobiada. Tenía que volver donde Joaco para averiguar qué había pasado en ese
viernes negro durante el almuerzo. Que había pasado con la bruja, donde podía
conseguirla. Tal vez si se disculpaba por no haberle comprado el primer
perfume, o por no haber probado su carne en bistec, ella retiraría ese terrible
hechizo del hambre que no podía saciar. Así que se arregló lo mejor que pudo y
salió de su apartamento rumbo al apartamento de al lado. Tocó la puerta de su
vecino, y le pidió dinero prestado para un taxi. Éste se sorprendió al verlo en
tan deprimente estado y se ofreció a llevarlo al trabajo. Durante el camino
pararon tres veces debido a nauseas espantosas que lo obligaban a vomitar
sangre pura y espesa. El vecino insistió para llevarlo a un hospital para que
recibiera atención médica, pero él se negó, comprendiendo dentro de su mente
enferma y absurda, que su cura no estaba en manos de ningún médico, sino en la
piedad de la asquerosa bruja en el Quiosco de Joaco. Pero no lo comentó, solo
le salió con algunas escusas tontas y lo convenció de llevarlo a su edificio.
Una vez que se bajó del carro, y observó a su vecino alejarse, corrió impulsado
y motivado por la esperanza de la cura, y de agarrar por fin la tranquilidad
con sus manos huesudas. Esa calma que tanto había odiado, de la cual tanto
había despotricado por tener que cargar la cruz de una vida sin emociones
fuertes ni aventuras, pero que en ese momento anhelaba recuperar con locura.
Quería estar otra vez inmerso en las mansas aguas de la rutina laboral, del
aburrimiento ejecutivo, del estrés profesional, de los chismes de oficina, y
cumplir estrictamente los horarios estipulados de todo y para todo. Para entrar
a las 8am, ir al baño a las 10:15am, salir a almorzar a las 12:30m, volver a la
oficina a la 1:10pm, descansar hasta las 2:00pm, ir al baño otra vez a las
3:15pm, comer una merienda a las 4:30pm, ir otra vez al baño a las 5:45pm y
salir de la oficina a las 6:00pm para estar en su casa a más tardar a las
7:00pm para cenar y ver la televisión hasta que la noche lo sorprenda con el
garrote del sueño y del cansancio, para así recargar baterías y continuar con
el mismo horario al día siguiente, durante toda la semana, el año y la vida.
Ya con el aliento totalmente agotado y los ojos sumergidos en
unas ojeras profundas y negras como la noche, llegó a la entrada del exuberante
Quiosco de Joaco, con su entorno mugriento testigo del show central de su
desgracia, el cual, como era costumbre, se encontraba cerrado a esa naciente
hora del día.
Irritado, cansado, molido y enfermo, comenzó a patear la
puerta del restaurante acompañando los frenéticos golpes con el látigo de su
débil voz. Insistió durante varios minutos ante la vista inquisidora de los
vecinos y peatones aglomerados en la acera. Hasta que por fin la puerta cedió y
apareció en el umbral la mesera de siempre, la del último año, con sus caderas
descubiertas y juguetonas. La mulata lo miró con una expresión de victoria
untada en su cara morena, lo agarró fuertemente por el brazo y lo llevó al
interior del popular restaurante.
– Cálmate por favor, no llores más – Le dijo con cariño –
Aquí estoy yo para protegerte, para cuidarte de todas las cosas malas del
mundo.
Él se sorprendió de aquel trato maternal de aquella joven
mujer con la que sólo había hablado de comida durante pocos segundos cada día,
de quien no conocía ni su nombre, ni origen, ni absolutamente nada de nada.
– Necesito que me ayudes – Irrumpió – El Viernes estuve
almorzando aquí ¿te acuerdas? Necesito que me di…
– Cálmate amor, todo a su debido tiempo. Sé que tienes un
hambre horrible y por eso te sientes muy mal, tan aturdido y desesperado.
Espérame unos minutos y te traigo algo que te va a encantar.
– Es que tu no entiendes, yo…
– ¡Que te esperes te digo! – Gritó la mulata con tono
autoritario – Toma, lee el periódico mientras te preparo la comida.
Él agarró con resignación y aturdimiento el diario. Y sin
explicarse el por qué de su obediencia a pesar de su desesperación, abrió las páginas
y comenzó a hojear las noticias con una extraña sensación de paz que no sentía
desde el viernes cuando salió de la oficina rumbo al fatídico almuerzo. Después
del disfrute en silencio de ese lapso de relajación, comenzó a sobrevolar otra
vez con despiste las regiones informativas del periódico local, hasta que una
noticia lo llevó a un aterrizaje forzoso: Muere
anciana al arrojarse de un puente peatonal. La foto que acompañaba al
artículo noticioso en la sección judicial era nada más y nada menos que la de
su asquerosa, irritante, y exasperante acompañante de almuerzo. La mujer que
tanto odiaba desde que su mundo se hizo trizas por ese maligno hechizo del
hambre infinita. La que en el artículo describían como una mujer altruista, con
mucho dinero, que había dedicado su vida y su fortuna en trabajos sociales con jóvenes
y ancianos indigentes, y que el viernes anterior exactamente a las dos en punto
de la tarde, había decidido acabar con su vida al arrojarse de un puente
peatonal cercano al sector comercial de la ciudad, después de haber almorzado
tranquilamente en un restaurante de la zona.
Soltó el periódico por la explosión nuclear del miedo en su
interior. Primero pensó que, muerta la bruja, si su hechizo seguía vigente,
quería decir que ya nada podía hacer, estaba condenado eternamente al
sufrimiento. Pero después de unos segundos de meditación, y adicionando gramos
de razón a su intelecto, y de sentirse un perfecto imbécil por creer en brujas
y hechizos. Se paró de su nuevo trono de tranquilidad con la firme intención de
buscar cuanto antes atención médica, como lo sugirió su vecino, y como
cualquier persona sensata hubiera hecho al mismo instante de presentare esos
terribles síntomas.
<< Ojalá aun no sea demasiado tarde – pensó – ¡Que
estúpido he sido!>>
Pero antes de dar el primer paso hacia la sensatez miró una
vez más la mortuoria foto del diario amarillista, donde la anciana yacía tirada
sobre el pavimento con su cuerpo retorcido y la boca ensangrentada. La detalló
con infinito cuidado y esmero, hasta que fue fulminado por una aterradora
revelación.
– ¡No puede ser! – Gritó al tiempo que destrozaba la página
del diario y caían al suelo los restos de su razón extinta.
La fotografía mostraba, además del cuerpo inerte de aquella
irritante mujer, varías mariposas negras muertas a su lado, igual a las que lo
habían atormentado en su alucinación macabra. Descubrió entonces, fundamentado
en su locura, que la pobre señora también había sido víctima de otro ser lleno
de maldad. No había otra explicación en el mundo de los desesperados, del cual
él era el rey. Esa pobre anciana, según rezaba el periódico, era una ser bueno,
bondadoso, entregado a sus semejantes. De repente una luz reveladora explotó en
su intelecto destruido despejando cualquier duda y aniquilando toda sensatez:
<<Entonces la bruja es…. >>
– ¿Ya leíste la noticia de tu compañera de mesa del viernes?
– Preguntó la joven mulata saliendo de la cocina con un plato de comida en una
bandeja roja – Es una pena ¿verdad? Pero siempre he dicho que las personas
deben ser amables, corteses, guardar la altanería. Lo que más rabia me da en mi
trabajo de mesera, es que me apuren con groserías. ¿Y esa vieja era grosera e irritante
verdad?
Su mundo empezó a girar con turbulencia, mientras el piso
bajo sus pies hinchados se hacía migajas polvorientas.
– ¡Tú eres la culpable de su muerte! ¡Te vengaste por su mala
actitud durante el almuerzo y la drogaste para que se lanzara del puente! Igual
hiciste conmigo. ¿Qué porquería me diste? ¿Qué droga, que narcótico, que
brujería le echaste a la comida para que tuviera esas alucinaciones tan
espantosas y para que nunca se me quite el hambre? ¡Responde de una buena vez
maldita bruja!
– Lo único que te voy a decir es que, si quieres alcanzar la
tranquilidad, si quieres poder calmar tu apetito y recuperar tu vida, tienes
que venir a mí. Yo te daré la cura todos los días hasta que me dé la gana de
dejarte libre de esta atadura, o cuando me aburra de ti.
El rostro recobró el color por la rabia que estalló en su
alma herida. Apretó el puño con fuerza y lanzó el golpe directo a su infame hechicera,
pero una barrera invisible frenó su aguerrido ataque, y lo arrojó de rodillas
al suelo sucio del recinto siniestro, con la respiración cortada y la vista
borrosa.
– No sigas luchando contra lo irremediable amor – Dijo la
mujer con ternura – Más bien acomódate aquí en tu mesa favorita, donde
almuerzas todos los días y cómete tu almuerzo ¡ahora!
El obedeció como perro faldero y comenzó a hartarse primero
el hirviente plato de sopa de costilla con huesos carnudos, y luego el plato de
carne guisada, arroz blanco, tajadas de plátano maduro y ensalada blanca, todo
esto acompañado con un vaso gigante de agua de panela con limón y hielo picado.
Hasta que por fin pudo saciar su hambruna.
Después de un par de días en el hospital, atendiendo la orden
de su ama, volvió a su adorada rutina, a su horario definido en la torre
destructora de los sueños donde reposaba su blanca oficina sin sabor. Llevando
en sus espaldas el saco abultado de una vida insulsa, sin pasión y sin
emociones extremas. Asistiendo todos los días religiosamente al majestuoso
Quiosco de Joaco a calmar su hambre y los deseos carnales de su dueña, con
total resignación y sin emoción alguna. Porque las brujas existen, y no son
como las pintan en los cuentos: viejas con una enorme nariz decorada con una
verruga peluda. Colgadas en una escoba que les sirve de transporte surcando los
cielos en compañía de un gato negro, arrojando una risa malvada y brebajes para
convertir a sus enemigos en sapos y lagartos. Las brujas pueden aparecer en el
momento menos esperado con la inocente figura de una insignificante mulata de
un pueblo olvidado de la región, con caderas sublimes, grandes ojos marrones y
un corazón negro repleto de maldad. Y lo digo yo, que escribo este relato en
tercera persona, compartiendo mi infeliz historia con todo aquel que se
interese en mi desgracia, y a manera de nota de despedida antes de disparar esta
escopeta que tapizará alegremente con mis sesos destrozados esta solitaria
habitación, y me llevará de una vez por todas, al umbral de la satisfacción
total.
ALVARO RUIZ REYES
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