miércoles, 27 de mayo de 2020

LA BRUJA DEL HAMBRE (Primera parte)





El medio día llegó adornado por el hastío, la fatiga y un cansancio mental demoledor. El reloj marcaba las 12:30 en punto, mientras el estómago con los repetitivos ladridos y quejidos, anunciaba el fin de la primera jornada laboral, al tiempo que reclamaba con altanería la dosis adecuada y merecida de exquisita grasa y ardiente carbohidrato para recargar las baterías de un cuerpo desecho y continuar así con la corrida de la segunda faena de trabajo, que al igual que la primera estaría salpicada por la rutina, el aburrimiento y el sabor amargo de la derrota. Así que sin esperar a que el minutero conquistara una fracción adicional en la geografía del tiempo, tomó su letargo impulsado por el hambre y por el deseo de respirar aire puro y dirigió su paso maltrecho hacia el mundo exterior, sin saber en ese sutil instante de felicidad, que jamás volvería de ese almuerzo maldito, receta putrefacta de la muerte.


Al salir de la torre prisionera de los sueños, donde se ubicaba su oficina, el sol quemó su piel dormida con el ataque letal de sus despiadados rayos asesinos, mientras sus pulmones se hincharon con los gases “puros” del ambiente citadino atestados de Smog y un montón de porquerías más, pero que en ese ligero soplo de bullicio se vistieron con un burbujeante sabor de libertad, que impregnó su pecho de latidos y su alma de una fugaz satisfacción total. Sin duda alguna, la calma antes de la tragedia.

Ya sin más síntomas en su débil cuerpo que una ansiedad atroz, aceleró el paso hacia su destino final. El camino se hizo eterno por los efectos desgastantes del hambre física, del calor agobiante, del ruido insoportable de miles de motores ardiendo al mismo tiempo, pero sobre todo por un naciente sentimiento de desgracia que se había apoderado, en medio de un trago acalorado de gasolina quemada, de su tranquilidad. Y había diluido casi por completo la dicha sentida hacía pocos minutos al cruzar el umbral luminoso del cansancio espiritual, rumbo a la hora y media de independencia. Era una sensación algo conocida, Igual que otras veces cuando el cielo se vestía con el manto gris del invierno, o cuando los problemas laborales traspasaban la barrera de la hora del almuerzo, generando incomodidad hasta con la propia sombra. Pero al mismo tiempo con un ingrediente enigmático, más allá de la preocupación, del estrés, de la locura. Era más bien una premonición, un pálpito, que lo invitaba a dar media vuelta y saciar su hambruna en otro lugar, lejos de aquella carpa roja que daba sombra a una terraza enorme repleta de sillas y mesas plásticas; atestada de platos efervescentes y grasosos; llena de empleados hambrientos, meseros sudados, ejecutivos sin tiempo, y una que otra mosca indestructible y voraz. Pero lo limitado de su tiempo no permitía buscar otro recinto calmante de su furia estomacal, y la cercanía de este “restaurante” con su lugar de oficio, era una tentación a su pereza cósmica, además, no sería la primera vez que se convertiría en un comensal más de este selecto y exclusivo lugar, llevaba más de un año  degustando las delicias típicas de la región con todos sus excesos de condimentos y colesterol, envueltas en un nombre peculiar, casi excitante a su insaciable apetito: “Almuerzo Corriente”, o como lo conocía todo el universo del proletariado ejecutivo : “El corrientazo”.


Sacudiendo entonces sus temores sin fundamentos y dudas estúpidas, apresuró su andar bajo el rejo inclemente del endemoniado sol del mediodía, hasta que se encontró en todo el frente del majestuoso “Quiosco de Joaco”, el nombre insípido de un sitio sin bríos ni belleza, pero vital a esa hora del día para los muchos esclavos aglomerados en esa zona comercial. Extrañamente, a la hora pico de los restaurantes ejecutivos del sector, el Quiosco de Joaco se encontraba poco concurrido. Algunas personas solitarias devoraban los “exquisitos” manjares del escaso menú, el cual se hallaba ilustrado en un tablero de acrílico a la vista de todos los clientes. Otros lucían sus vientres hinchados mientras reposaban la llenura con los ojos clavados en el pequeño televisor de 14 pulgadas que brillaba como un lucero solitario en el tapiz de un inmenso cielo negro de fondo, justo en el rincón superior izquierdo del mostrador. De repente un gruñido enfurecido del estómago lo devolvió a la realidad y lo increpó por la demora en escoger la mesa y pedir el suculento manjar, o corrientazo sublime. Sin perder más tiempo entonces, dirigió su andar y su atención afilada al puesto que había ocupado durante todo el año cuando llegaba a tiempo al restaurante, justo en la hilera central en el medio de la terraza. Cerca de la salida, cerca a punto de pago y en todo el frente del diminuto televisor. Una vez en posesión de su lugar plástico humectado por el paso fugaz de un trapo asqueroso encargado de limpiar todas las mesas, y pringado por el tufo de la sarna, llamó a la empleada a cargo de tomar los pedidos en esa línea de puestos centrales. Era la mesera de siempre, la que lo había atendido todos los días de lunes a viernes a la hora del almuerzo durante el último año. Era una mujer de curvas exageradas, mulata hasta los pies, con el cabello rizado recogido en un moño amorfo y horripilante, la cual le había mandado señales untadas de coquetería y picardía, y en ocasiones representadas en raciones dobles de carne, de sopa o tajadas de plátano maduro, pero se habían diluido en el desinterés por parte de él, quien se dedicó a ignorarla todos los días y a mantenerla en su lugar de mesera, hasta que ella con aparente resignación lo alejó de su corazón y de sus deseos y lo mantuvo en su lugar de cliente, como a todos los demás que iban en deglutir los hirvientes alimentos y a salir con rapidez de ese horno viviente. Así que, como en los últimos encuentros lo recibió con una mirada helada que contrastaba con el ambiente infernal bajo la carpa roja besada por el fuego solar.


– ¿Que va a ordenar señor?

– Tráeme por favor una “corriente” de carne guisada con arroz blanco, sin granos y con ensalada blanca – le dijo saboreando el platillo solo con nombrarlo

– Ya se acabó la ensalada blanca – respondió la mulata con su acento sabanero – solo queda ensalada verde.

<< ¡Últimamente siempre se acaba esa bendita ensalada! – Pensó – hasta en un día como hoy que está el restaurante vacío>>

– Bueno, tráeme la ensalada verde entonces.

– ¿Algo más? – preguntó con la impaciencia reflejada en sus ojos marrones.

– Mmmm sí. No me sirvas agua de panela por favor – respondió – tráeme mejor una gaseosa y un vaso con hielo.


La morena apuntó con rapidez el pedido en un papel amarillento y lo arrojó en la mesa. Luego se alejó velozmente contoneando sus caderas voluminosas y sudadas, y entregó el mensaje en la cocina con un grito poderoso:


– ¡Uno con carne guisada sin granos para la mesa 8!


Unos pocos minutos más tarde apareció nuevamente con un humeante plato de sopa como aperitivo que apresuró en colocar en la mesa plástica de un rojo pálido, aun dominada por la fragancia destilada por el sucio limpión y la corteza lustrada por la grasa dormida de anteriores servicios.

– Muchas gracias morena –Le dijo – Ojalá no se demore tanto el seco

– Ya ahorita sale


Toda esta ceremonia hacia parte del rastrillar de su agobiante rutina. Día tras día de repasar el mismo camino, de recorrer los mismos pasos, de comer la misma carne guisada y mezclar su aceitoso jugo con el grasoso arroz inmortalizado con la forma del pocillo. Sumando a todo este festín de la costumbre, el aburrimiento de una vida predecible, tranquila, sin emociones fuertes ni giros inesperados.  Pero todo esto terminaría en pocos minutos, justo después de la primera cucharada hirviente de sopa de hueso, bajo una carpa plástica que parecía ceder al incendio del cielo, y bajo la mirada maligna de un ser siniestro, enviado al parecer, por el mismo Lucifer.


Ya con su “aperitivo” en la mesa, observaba cómo el plato emanaba un vapor condimentado y suculento. Un hueso picudo y sin carne sobresalía como un iceberg en el océano grasiento de la sopa, al tiempo que las verduras cocidas flotaban mostrando su rica textura. Su nariz devoraba ese aderezado aire salino mientras su atormentado estomago torturado clamaba por el inmediato baño caliente de ese rico néctar de colesterol y harina. No lo hizo esperar más, y casi se traga la cuchara entera en el primer sorbo ardiente de ese líquido aceitoso, salado, rociado de limón y ají picante que se deslizó por su garganta ansiosa y comenzó a llenar su cuerpo nuevamente con energías ilimitadas y placer. Tan extasiado estaba con ese delicioso y fogoso trago de sopa, que no advirtió a la mujer que se había posado presurosamente justo al frente suyo, en la misma mesa y con una sonrisa amarilla de encías inflamadas chocando con sus ojos sorprendidos y excitados.


 – ¿Está ocupado el lugar? – Preguntó la mujer sin cambiar su expresión sonriente – ¿me puedo sentar aquí?

<<Pero si ya estas sentadas –Pensó – ¿Quién será esta vieja tan fea y mal vestida?>>

– Claro señora, no hay problema.


La mujer acomodó sus posaderas flacas en la silla plástica y colocó su viejo y gastado bolso de cuero negro sobre la mesa, mientras seguía con su asquerosa sonrisa pegada como estampa en su cara arrugada de uva pasa manchada por años de sol. Una vez alcanzada la comodidad deseada, llamó a la mesera y ordenó un almuerzo corriente con carne en bistec y una porción adicional de arroz blanco y sin tajadas de plátano amarillo. La mulata apuntó el pedido, arrojó el papel con el valor del mismo sobre la mesa, y corrió hacia la cocina a anunciar la petición de la nueva clienta, con la misma fuerza de siempre, estremeciendo todo el lugar.


La mujer que ahora le hacía compañía en la mesa, clavó de inmediato sus ojos grandes y cansados sobre el plato de sopa que su acompañante apresuraba en tomar. A pesar de la concentración en su alimento, éste pudo inspeccionar a su extraña compañera en medio de cada cucharada. Tenía el cabello corto de un raro tono anaranjado con unos visos blancos en las sienes, algo ondulado y peinado hacia atrás. El rostro mostraba maltrato y dolor, al tiempo que era surcado por profundas arrugas y huellas de despigmentación en su piel vieja. Pero sin duda alguna, lo que llamó su atención fue su expresión de burla y picardía. Desde que la vio sentarse al frente suyo no había quitado esa sonrisa con tintes de maldad, ni esa mirada de ojos luminosos abiertos totalmente que parecían brillar mucho más que el despiadado sol en el firmamento tropical. Sentía el peso de esa mirada penetrar su cuerpo y leer su alma, su mente, sus pensamientos paranoicos. Trató sin éxito de pensar en otras cosas, en el trabajo, en la sopa, en el almuerzo que demoraban en servir, pero nada lo hacía olvidarse, aunque fuera por un instante de esos ojos clavados en su vida como puñales en un trozo de queso añejo. Inmediatamente cayó sobre él como un baño de agua sucia, aquel temor absurdo que se había apoderado de su tranquilidad hacía unos minutos, y que había desechado por falta de motivos palpables y reales, pero ahora, que tenía a esa inmunda vieja al frente, con esa mirada penetrante y esa risa de dientes dañados y encías rancias, ese pulso de advertencia había tomado por fin una figura real causando el impacto suficiente para dejar la sopa a un lado, pagar la cuenta sin haber visto siquiera el almuerzo con la tradicional carne guisada, y correr hacía la torre destructora de sus sueños a buscar la seguridad de la costumbre en su oficina blanca y apacible. Pero antes de lograr su cometido, la “doña” dispersó sus pensamientos dementes con una inocente pregunta:


– ¿Por qué demoraran tanto en traer mi sopa? ¿A usted se la trajeron enseguida?

Sus labios parecían pegados por la manteca inerme del líquido bebido, y al mismo tiempo por el terror que se había apoderado de su ser.

– ¿Escuchó lo que le pregunté? Arremetió otra vez la anciana al no percibir una respuesta de su acompañante

– Sí, claro que la escuché – balbuceo – disculpe, pero tenía la boca llena. Respondiendo su pregunta le comento que la mía me la trajeron casi de inmediato.

– ¡Lo sabía! – Dijo para sus adentros la extraña mujer – ¡siempre es lo mismo!

Se levantó vigorosamente de su asiento y gritó:

– ¡Niña no me has traído mi sopa!

– Ya se la llevo doña, disculpe la demora – respondió la mesera mientras se apresuraba con el plato hacia la mesa.


Colocó el flameante brebaje sobre la planicie y le entregó los cubiertos junto con una tapa de limón. Por primera vez la anciana mostró una expresión diferente en su cara arrugada, la cual era el espejo lustroso de un odio profundo y destructivo, mientras la mesera acomodaba la sopa y los cubiertos. 

Una vez se retiró con el acostumbrado baile de sus carnes morenas, la vieja dibujó nuevamente esa sonrisa asquerosa en sus labios delgados y marchitos, al tiempo que lanzaba un alarido de hiena disfrazado de risa que irritó a su acompañante hasta los límites de lo que podía soportar y tolerar.


– Espero que no te moleste mi risa – dijo la vieja mientras rebuscaba en el interior de su inmundo bolso – a mucha gente le parece algo irritante.


Él pensaba exactamente lo mismo, pero su decencia lo invitó a realizar un gesto de cortesía dándole a entender a la fea anciana que no le molestaba en lo absoluto aquel hilarante desparpajo. 


– Menos mal jovencito, ahora puedo reírme con confianza.


Terminada la frase lanzó una poderosa y desagradable risotada con unos pringos de sopa y verduras que se filtraron por su dentadura podrida de dientes pardos y escasos, regando la mesa con un baño fétido de grasa, sal y saliva.


­ – Es la primera vez que vengo a este lugar. Me habían dicho que la comida era muy buena y barata, además que el servicio era excelente. Tenían razón, la sopa está muy rica. Está en su punto ideal de sal. Jijijijijiji.


Otra vez era risita asquerosa e insoportable acompañada de sopa, saliva y un trocito de papa. 


– Aunque veo que el servicio no es tan bueno, siempre me pasa lo mismo en estos restaurantes. Como no me ven tan bien vestida piensan que no tengo con que pagar. Pero yo siempre tengo mis tácticas de presión, tú sabes, mostrando que el cliente es quien manda. Jijijijijiji.


Él no sabía qué hacer, que decir, que pensar en ese momento engorroso de incomodidad, cuando necesitaba agregar a la olla caliente de su existencia tres kilogramos más de tolerancia y una tonelada entera de resistencia para no salir disparado de ese escabroso lugar dejando atrás la exquisita sopa, la mugrienta vieja, la cuenta, la mesera, el almuerzo sin servir, su locura y su aburrimiento. Y estuvo a punto de hacerlo, pero lo detuvo el agradable aroma expelido por un plato de carne guisada, arroz blanco, ensalada de tomate y pepino con cebolla y zanahoria rallada, tajadas de plátano amarillo y un vaso helado de gaseosa con hielo picado.


– Tome su almuerzo señor – dijo secamente la mulata – disculpe la demora

– ¿Oye niña y el mío se demora mucho? – Preguntó la vieja – Mira que ya me terminé la sopa

– Ya se lo traigo doña


Otra vez le tiró la pedrada de una mirada perversa rociada de odio y le dijo con los dientes apretados:

– Más te vale niña, más te vale.


Ignorando la conversación que subía cada vez más de tono, concentró su atención en su almuerzo, el cual lo ancló al puerto imaginario de la mesa. No podía dejar semejante delicia tirada en la mesa a meced del apetito malvado de la vieja que lo acompañaba, la cual seguramente se abalanzaría sobre él y se comería hasta el plato viejo de porcelana. Sólo tenía que comer rápido, pagar la cuenta, recibir la habitual pastilla de menta “helada” para el buen aliento y volver al riel de su vida sin sentido. Pero otra vez su fea compañera interrumpió su cometido y se adentró en sus pensamientos de victoria.


– ¡Que rica se ve la comida! ¿Sabe bien verdad?

– Si, tiene muy buen sabor

– Tengo un hambre terrible. Esta mañana no me dio tiempo de desayunar. Pero creo que va a valer la pena la espera, esa comida huele y se ve realmente exquisita

– No se desespere, ya se la van a traer


Se aferró a esa idea con la esperanza de que al ocuparse ella en su plato de comida, dejara de mirarlo con esos ojos hambrientos llenos de maldad, y callara por fin esa boca, fuente de aquella risa perturbadora y esa voz aguda y nasal que tanto le disgustaba a sus oídos desesperados. Pero se equivocó, lo peor estaba por venir.


 – Tome su almuerzo mi doña, y perdone la demora.

– Ya era hora niña, me estabas matando de hambre.


Al terminar la frase clavó los cubiertos en el perfumado platillo y comenzó a engullirlo con desesperación, como si no hubiera comido en varios días o temiera que alguien se lo arrebatara. 


<<Por lo menos la boca llena la mantendrá callada>> Pensó alegremente <<Ya me falta poco para terminar este almuerzo tan incómodo>>

– Que rico está esto niño – irrumpió la anciana regando trozos de arroz babeados por todo el lugar – ¿quieres probar mi carne en bistec?

– No, muchas gracias – respondió con evidente mal humor mientras se limpiaba con la servilleta, algunos asquerosos pringos de comida molida que se habían estrellado con su rostro enojado

– Es que está muy rica, Jijijijijiji, deberías probarla.

– No me provoca, gracias.


La anciana siguió tragando con furia, riendo y arrojando comida por los aires mientras él apuraba a la cuchara para terminar cuanto antes con ese martirio. Ya estaba a punto de acabar con su casi extinto corrientazo cuando la vieja frenó su acometida brutal sobre su almuerzo y comenzó a buscar otra vez algo en su deteriorado bolso negro.


– Aquí está, por fin lo encontré Jijijijiji – dijo mostrando un pequeño frasco de vidrio con un líquido amarillo y aceitoso – Éste es un perfume muy bueno que yo vendo, sirve para alejar las malas energías y para atraer el amor. Cuesta dos mil pesos, pero a ti que me has caído tan bien te lo dejo en tan solo mil pesitos.

– Señora, que pena, pero no uso perfume habitualmente, no lo puedo comprar.

– No seas mentiroso que hasta acá me llega el olor de un perfume de tu camisa –Agregó la vieja con amargura – Si no lo quieres comprar sólo dilo.

Depositó el frasquito nuevamente en su bolsa sucia y siguió revolviendo su interior con afán y desespero.

– Jijijijiji aquí lo tengo. Ya que no quisiste el anterior, deberías probar este.

Inclinó hacia el frente su cuerpo escuálido y le lanzó a su acompañante unas góticas de un extraño y fragante líquido color almíbar en la mano izquierda

– Huélelo y dime qué te parece – le dijo con tono sarcástico – Éste ayuda a la tranquilidad del alma y a la tolerancia.


Sorprendido por el intempestivo ataque de “perfume” y por el propósito del mismo, limpió su mano con el pantalón bañado de disgusto, y al mismo tiempo de pavor. La anciana ante el desaire frunció el ceño y apretó sus labios ajados exponiendo un gesto amenazante cargado de peligro. Le agarró la mano perfumada y la chocó fuertemente contra su nariz.


– ¡Sólo huélelo!


Él aspiró profundamente la fragancia con la firme intención de recibir el veneno completo para que la dosis fuera letal e indolora, y así acabar con su martirio.


– ¿Qué te parece? – Preguntó la vieja andrajosa – ¿tiene un rico aroma verdad?

– Si –Respondió tímidamente y con algo de terror – La verdad tiene un olor suave y relajante.

– Jijijijiji sabía que te iba a gustar, es un perfume muy rico y tan solo cuesta mil pesitos.

– Ya le dije que no uso perfume habitualmente. Si quiere le doy los mil pesos y usted se queda con el frasquito, y se lo vende a alguien que en verdad lo vaya a usar.


Ella lo rebanó con la mirada y le regaló un gesto asesino, mientras él percibía en medio de un repentino e insoportable mareo, un deterioro en el ambiente que lo rodeaba con rudeza, al cual se le precipitó una avalancha de oscuridad, de silencio y quietud.


– ¿Qué me pasa? – Preguntó en voz alta – ¿por qué me siento tan mareado?

– Es porque no te has comido todo tu almuerzo – respondió la mujer con la voz vestida de eco – mira nuevamente tu plato.


En medio del temblor de su existencia y de lo inestable de su mirada, arrojó su vista con dificultad sobre su casi extinto corrientazo, sorprendiéndose al encontrarlo completamente lleno y humeante.


– ¡Cómetelo de una buena vez! – Le ordeno la “bruja” – Si no quieres que yo te coma a ti.


Su rostro perdió el sano color y un sudor de hielo se apoderó de todo su cuerpo atemorizado y expuesto. Tomó la cuchara y obedeció la orden de su ama devorando todo el alimento en pocos segundos.


– Ya terminé, pero me sigo sintiendo hambriento, con mucho mareo. ¿Qué me pasa?

– Lo que pasa es que aún no te lo has comido todo – Respondió la anciana malvada – ¡Que te lo comas todo de una buena vez!


El plato misteriosamente se encontraba lleno otra vez emanando un vapor delicioso y provocador, así que una vez más agarró el instrumento metálico y deglutió toda la comida con desespero y determinación, empatándose la cara, el pecho y las manos con la grasa rojiza de la carne guisada y con el vinagre acido de la ensalada verde.


  Ya está – Dijo con el aliento cortado y la boca llena del mantecoso arroz – Ya lo dejé vacío, limpio.

– ¿Estás seguro? – Interrogó la vieja – Mira nuevamente el plato para que veas el manjar que te estás perdiendo.


Lo que vio en su mesa le produjo un poderoso impacto quebrando su cordura en un millón de esquirlas afiladas, le revolvió el estómago y le acrecentó el mareo, la angustia, el miedo, y un terrible dolor de cabeza que explotó su cráneo entero llenándolo de debilidad y repugnancia. En su plato desfilaban un centenar de cucarachas junto con un puñado de lombrices, gusanos, moscas, sapos y lagartijas, flotando armoniosamente en un lago apestoso de agua negra, podrida y grasienta. Detuvo entonces de golpe su asqueado escrutinio de porquerías con patas, y escupió de inmediato la masa de arroz que aún tenía en su boca, descubriendo con horror y asco que eran los restos triturados de todas esas alimañas revueltas en su mesa. 


– ¡Maldita vieja! – Gritó con vehemencia – ¿Qué me has hecho vieja desgraciada?


La bruja sólo reía y reía con sus dientes fangosos incrustados en sus encías fétidas, lanzando un aroma de muerte quemando sus pestañas con ese cáustico aliento. 


– Jijijiji que bueno este perfume ¿verdad? Te hace ver las cosas tal y como son. ¡Mira las porquerías que te comes todos los días en este sitio!, Jijijiji.


Con el vientre destrozado, la razón muerta y el mundo entero girando a una velocidad tremenda, expulsó en espasmos intermitentes los trozos digeridos del almuerzo encima de las criaturas asquerosas que se multiplicaban en el viejo plato de porcelana. Chorreando con la pestilencia de ese vomito rancio de insectos y gusanos mutilados, la mesa, las sillas, el piso y toda su ropa sudada.


– Maldita vieja bruja y tu maldito perfume del infierno – Le gritó escupiéndole restos maduros de su vomito caliente – ¡Me voy de aquí vieja hijueputa! 

– No te dejaré ir hasta que me des los mil pesos del perfume

– ¡Toma tus hijueputas mil pesos!


Con sus manos temblorosas, sudadas y empapadas por el aroma agrio de los alimentos expelidos, tomó su billetera y se dispuso a sacar el billete de mil que pondría fin a su infernal pesadilla. Agarró el viejo billete con los dedos pulgar e índice formando una pinza, pero cuando éste se encontró fuera de la billetera tomó automáticamente la forma de una mariposa negra y se elevó por los cielos con su dubitativo aleteo. 


– Jijijiji no sabes mantener el dinero muchacho – Agregó con burla la mujer – ¿se te escapa siempre de las manos?


Con la desesperación navegando en la superficie de su ser agarró otro billete con sus dedos temerosos, y una vez más se convirtió al instante en una negra y horrenda mariposa. Y así con el siguiente, y el otro y el otro. Todos se transformaban por la magia negra y sucia de la vieja bruja que se jactaba de tal singular espectáculo de decadencia. 


– ¡Desgraciada vieja déjame en paz!


Cogió varios billetes transformados en mariposas negras y se las arrojó con el odio agazapado en su existencia directamente en la cara burlona, sucia y marchita de su hechicera malvada. Después con todo su universo envuelto en un remolino de sensaciones nefastas y desagradables corrió hasta el mostrador del restaurante, donde un sombrío Joaco le recibió un puñado de mariposas negras como pago por el suculento almuerzo plagado de asquerosos y babosos animalitos. De repente, el viento comenzó a arremeter con una portentosa fuerza huracanada el desventurado restaurante del cual habían desaparecido misteriosamente y de un momento a otro, la mesera voluptuosa y morena, la bruja con su risotada maligna, Joaco con su mirada muerta y todos los comensales con los vientres hartos de cucarachas negras. En el pobre restaurante, escenario atroz de su tragedia, volaron por el impulso de un viento demoledor las mesas plásticas con sus superficies grasosas, las sillas, los platos viejos de porcelana, las ollas de la cocina, el diminuto televisor y la carpa colorada que por fin cedió al insistente abrazo de esa brisa mortal. Sólo quedó él en el centro de una terraza enorme cubierta por baldosas de tablón rojo carmín, con una expresión de pánico taladrada en su pálida cara, mientras observaba a pesar del mareo y de la vista nublada, el explotar del restaurante, de la calle, del sector comercial y del mundo entero en un beso inexplicable de cólera y absurda pasión, que se llevó entre otras cosas, su aburrimiento, su rutina y el pesado bulto de la costumbre de su vida plana y vacía. Lo que no sospechó en ese turbulento momento de frenesí, mientras su cuerpo destrozado viajaba por el túnel de un tornado voraz, era que su verdadera tragedia apenas acababa de comenzar.

CONTINUARÁ...


Espera el próximo jueves la parte final del cuento.


ALVARO RUIZ REYES
Copyright © Alvaro Ruiz Reyes

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