PRIMERA PARTE
El estridente aullido de la
alarma del celular explotó en mi oído derecho, poniendo fin a la tranquilidad
de mi descanso y avisándome sobre el renacer de un nuevo día, 16 de Diciembre,
fecha cantada para el funeral fastuoso de mi libertad, y día inaplazable para
el sepelio de mi soltería. Me levanté
con dificultad y apagué el insoportable sonido, mientras la hora dibujada en la
pantalla del aparato penetró en mis ojos cansados: seis en punto. En sólo tres
horas estaría con el pescuezo enrojecido por el abrazo rudo de la soga, dando
el “si” frente a la mujer que había soportado mis excesos y mal genio en los
últimos 10 años. Paciente, perseverante, o estúpida, no lo sé. Lo cierto era
que después de escabullirme en esta estrepitosa década de placer y desenfreno,
necesitaba la tranquilidad de un hogar, el calor de una nueva familia, y las
cadenas rígidas del matrimonio con sus gruesos eslabones, representados en esa
figura menuda, sonriente, y de enorme paciencia, me traerían esa paz que anhelaba tanto en el
último año. Por lo menos eso pensaba yo,
aun en esa mañana calurosa pringada por el licor azucarado de una noche
anterior llena de libertinaje absoluto y placer total, donde dije a adiós a mi
amada soltería en medio de un rosario de tetas de silicona, tangas de hilo
dental, traseros gigantes y cerveza a chorros corriendo por esos cuerpos
esculturales y malvados. Tal vez debido a la somnolencia, a los recuerdos
felices y por las secuelas del alcohol, no alcancé a percibir el olor a
tragedia que invadía el ambiente fermentado de mi habitación, y que mandaría
por el caño, todos mis planes absurdos de una vida tranquila. Estaba a menos de
1 hora de la fatalidad.
El baño me trajo nuevamente a la
vida, y otra vez resurgieron mis temores más profundos. El importante paso que
tanto había aplazado por considerar que no tenía la suficiente madurez, ya lo
había dado. Pero… ¿Qué había cambiado en mí para lanzarme al vacío de esa
forma?... ¡ni idea! Aun tenía tiempo de escapar, de tomar un avión rumbo a la libertad
eterna y mandar al diablo todo este intenso asunto de la boda. Pues ya era lo
suficientemente duro y estresante el hecho de atar mis actos, mi espacio, y
hasta mis pensamientos a los de otro ser, con un cordón ridículamente corto,
para adicionar mas complejidad y desespero a mi existencia con una fiesta
rimbombante y detalles absurdos. Que la decoración, que la comida con tres
carnes, tres arroces, tres ensaladas, 10 postres, 5 entradas y un coctel de bienvenida; pensar
también en el licor, la champaña, las flores, los anillos, la lista de
invitados, la luna de miel, el sitio, y un cúmulo de boberías mas, de las
cuales quise escapar y no pude, pues según me dijeron “un matrimonio es de
dos”, y lo primero que se hace juntos es precisamente eso, la fiesta, ese
carnaval pintoresco de estupideces, donde se llena el buche y se humedece en
gaznate de un montón de gente, que al final critican hasta el más mínimo
detalle del jolgorio. Que la decoración es fea, insípida, pasada de moda. O que
la comida es pobre, de mala sazón o no está acorde a la hora de la boda. En
fin, ¡para volverse loco! Pero bueno, ya todo estaba preparado y solo faltaba
mi carne aguada, y el desfile timorato de mis huesos por la pasarela de
ejecución. Patíbulo que no llegaría a pisar, pues el destino me tenía preparada
una sorpresa desagradable. Tobogán lustroso a la desdicha.
Después de vencer a la pereza, ya
me encontraba perfectamente afeitado, peinado y con mi traje almidonado
cubriendo todas mis dudas. Estaba algo sorprendido de mi soledad a escasas
horas del crucial “si”. Seguramente en casa de la novia habría un ajetreo de
gente: familiares, amigos, estilistas, chismosos, etc. En medio de un remolino
atroz de estrés y correrías. En cambio en mi apartamento de soltero, sólo estaba
yo con mi consciencia perturbada, actor secundario de la obra matrimonial. Un
mísero aditamento de la boda. Sólo un mal necesario para cumplir el sueño de
una inocente chica de llegar al altar. Ni una llamada, ni un mensaje, ni un
amigo, ni mis hermanos, nadie llegó a darme animo en esta dura mañana de diciembre.
Ya no quise pensar más tonterías, me dolía la cabeza, y no precisamente por la
terrible resaca. Así que unté mi rostro de perfume y de valor, tomé las llaves del carro, las del
apartamento, y salí rápidamente dejando un portazo a mis espaldas, y al mismo
tiempo, mi amado estilo de vida.
El ascensor, como siempre,
tardaba en llegar al piso 15 de mi felicidad. Aguardé varios minutos viendo
como paraba en cada piso en su eterno ascenso hacia mi dudosa existencia, y mi
acalorado cuerpo bañado en sudor. Cuando se encontraba en el piso 14, de
repente un extraño temblor acompañado de un poderoso estruendo sometió toda la
estructura de 20 pisos a un ligero baile que arrancó mis pies del suelo y me
hizo caer de posaderas en el mismo.
<< ¿Un temblor? – Pensé –
Imposible, ¿una bomba tal vez?... no, no puede ser >>
Me levanté rápidamente, mientras
limpiaba acelerada y torpemente mi pantalón de lino blanco. Unos segundos
después escuché la conocida campañilla anunciando la llegada del ascensor, el
cual se abrió de par en par dejando ver mi asustado reflejo en el espejo
interno del recinto. Dudé por un instante ingresar, pues en casos de emergencia
no es recomendable tomar el ascensor. Pero la idea de recorrer los escalones
desde el piso 15 hasta el sótano, con ese ropaje caluroso y corbata al cuello,
me arrojó de golpe al interior aromatizado del mismo. Oprimí rápidamente el
botón “S1”, luego el botón de las flechas para cerrar las puertas y miré como
éstas se unían lentamente, como un par de labios infames formando una sonrisa
malévola en una boca que se acababa de tragar mis miedos, mis dudas y toda mi
vida. Boca hirviente de la cual no saldría jamás.
El ascensor comenzó a descender
ruidosamente, surcando los pisos con una lentitud pasmosa, como una cínica
burla a mi desesperación demente.
14…13…12… ¡era irritante! Nunca me habían gustado los ascensores, tal vez por
la claustrofóbica idea de quedar atrapado para siempre en uno de ellos, cosa
que no había sucedido jamás, a pesar de usarlos todos los días en la casa y el
trabajo. Pero en esa mañana, y después de aquel extraño incidente antes de
tomar el ascensor, me empezó a consumir la idea de que esa tan temida primera
vez estaba a punto de suceder.
Ya iba por el piso 5 cuando una nueva
y potente sacudida estremeció todo mi cuerpo al compás de la vibración infame y
terrible del ascensor, afectado también por el raro temblor. Me paré como pude
y comencé a oprimir los botones de los pisos restantes… el 5…4…3… pero el malnacido
ascensor no abría sus endemoniadas puertas en ninguno de ellos. Por lo menos, y
para mi extinta tranquilidad, continuaba bajando, y esta vez rápida y
decididamente.
Sentí una brisa fresca y salina,
cuando extrañamente las puertas metálicas se abrieron en el Lobby del edificio.
Sin dudarlo ni un momento salí de esa caja humeante de un solo salto, con la
misma rapidez como cuando pregunté aquella noche remota y trágica, con desdén y
un poco borracho: ¿quieres casarte conmigo? Pero esta vez con la firme convicción
de haber hecho lo correcto. Nada, ni nadie me haría subir otra vez en ese ataúd
móvil, por lo menos en los próximos días, hasta que se me olvidara el incidente
y volviera a navegar en las impávidas aguas de la rutina. Pero el infortunio de
fulminó de golpe en un instante.
<< ¡Mierda los anillos! – Pensé
– ¿Donde coño los metí? >>
Busqué afanosamente en todos los
bolsillos de mi traje de lino, sin hallar aquella maldita cajita forrada en
gamuza dorada.
<< Los dejé en el apartamento,
¡maldita sea! … ahora tengo que volver >>
Pensé tomar rumbo al piso quince
surcando la embravecida e interminable marea de escalones. Pero mi cuerpo
envinagrado por el sudor rancio del miedo, detuvo mi pie en el primer escalón.
<< Mierda, si subo las escaleras me derrito
en sudor a la mitad del camino – me dije – Arruino mi pulcritud y esta mujer me
mata si me ve andrajoso en su día perfecto y soñado. Mejor cojo el maldito
ascensor >>
Di media vuelta y dirigí mi paso
acelerado en dirección de las metálicas y acicaladas puertas del endemoniado
ascensor. Pero antes pregunté al vigilante:
– Jorge, ¿sentiste el temblor
de hace un rato? –
– No señor, no he sentido nada –
respondió – usted sabe que acá en el Lobby nada se siente –
<< ¡Maldito imbécil! – Pensé –
ese idiota nunca ve, ni oye, ni siente nada. Siempre lavándose las manos. Me
dieron ganas de exprimirle el cuello para que sintiera algo por primera vez en
su miserable vida >>
– Bueno idiot… digo Jorge, voy
a tomar el ascensor, creo que tiene problemas. Por favor está pendiente y si
vez que se queda parado en algún piso llamas de inmediato al personal de
mantenimiento. ¿Entendido?
– Si mi Don, yo estoy atento –
Terminadas las indicaciones a ese
estúpido, ingresé una vez más a la caja flotante que tanto miedo me producía,
podría asegurar que más aun que el propio matrimonio. Oprimí el luminoso botón
cuadrado, con el numero quince en alto relieve. Una vez más las puertas
atravesaron el espacio para fundirse en un beso eterno y repetitivo. Pero antes
de conseguir en anhelado contacto una mano delicada se atravesó haciendo que
estas se abrieran nuevamente.
– Perdone señor, casi me deja el ascensor –
Era una joven hermosa y con un cuerpo
bien formado. Su pinta deportiva ajustada a esa figura deliciosa en toda su
geografía era la evidencia de horas de gimnasio. Su cuerpo rociado por gotitas
luminosas de sudor, su aroma efervescente a hembra apta para la reproducción y
su carita pícara cual solapado ángel de la lujuria, reanimaron mi instinto
cazador y apetito voraz por todo lo que destilara ese aromatizado marisco.
– ¿Que piso mi amor? – Pregunté – ¿El
18 dices? –
– Si, Gracias señor – Respondió
mientras frotaba una toallita por su rostro rojizo –
<< ¿Señor? – Pensé – ¡Si supiera
ella a cuantas jovencitas que me habían dicho señor había puesto a chillar en
mi cama! >>
Su presencia encantadora de carnes
bien formadas calmó la avalancha de mis miedos, pero revolvió la sopa de mis
dudas. Tendría que hacerme más hábil aun para poder comerme esos tiernos
caramelitos después del “si”, pues la marcación ahora sería más estricta. Pero
mandé al diablo otra vez esos pensamientos, ya que al ver a esa chiquilla con
sus nalgas redondas apretadas en esa Lycra negra, me di cuenta que el
matrimonio no cambiaría mi dieta, mi apetito. Sería el mismo de siempre, sólo
con un anillo opresor, pero por fortuna fácilmente removible.
La campanilla me despertó de mis
pensamientos obscenos, donde había desnudado y clavado a la bella joven por
todos lados y en todas las posiciones conocidas hasta la saciedad.
<< Algún día después de todo
este alboroto de la boda, lo haría realidad – Pensé casi excitado – ahora a
buscar esos putos anillos y cumplir mí cita con el destino >>
Después de mucho revolver el
apartamento, ya los anillos se encontraban protegidos en el bolsillo izquierdo
de mi saco. Las llaves del carro en el bolsillo izquierdo del pantalón de lino
junto con las llaves del apartamento. Celular cargado hasta el tope en el
bolsillo derecho del pantalón, y mi billetera con $50.000 pesos hinchada en mi
nalga derecha. Eran todas mis pertenencias en ese momento, cuando las puertas
del ascensor me invitaron a su interior una vez más. Entré, esta vez sonriente
y con mucha calma a pesar del ligero
retraso. Con un raro deseo agolpado en mi interior de posar mi ser sobre las
tablas recias del “cadalso” y comenzar de una vez mi nueva vida pringada de
mentiras y engaños. Pero la adversidad, brillaría para mí, antes de volver a
sonreír.
CONTINUARÁ...
Espera el próximo jueves la segunda parte del cuento.
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