Comparto con ustedes esta crónica que escribí hace varios años, en un domingo cualquiera, en la ciudad de Barranquilla
…Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y
reposó el día séptimo de toda la obra que hizo.
Génesis 2:2.
Parece que los domingos trajeran adheridos en cada amanecer
ese letargo cósmico, ese cansancio infinito y una flojera crónica que nos quita
por completo las ganas de hacer algo productivo en todo el día. Los domingos
fueron hechos para descargar toda la pereza acumulada a cantaros en una semana
de absorbente ajetreo, de ir y venir; cinco o seis días de trabajo, estudio,
reuniones, etc. Y un día (algunas veces dos) al final de la exhaustiva semana
atiborrada de tanto estrés, para proporcionarle mas carga al maltratado cuerpo
en fiestas, parrandas, rumbas y demás jolgorios nocturnos.
En ese séptimo día de la semana todo parece distinto y
peculiar. El sol arde con más fuerza y arroja rayos de un amarillo intenso; los
colores tienen un matiz diferente, brillan de una manera altanera, como para
mantener el equilibrio ante la ausencia total de ruido y movimiento, los cuales
se toman también ese día de descanso.
No sé si el paisaje en verdad es diferente alcanzando su
máximo esplendor el día de su muerte (renaciendo con poco brillo en lunes), o
es una simple percepción de los agotados sentidos humanos, lo cierto es que ese
cambio en el entorno altera nuestras costumbres, nuestro rutinario estilo de
vida y nos lleva a realizar labores o tareas que no tienen cabida en los demás
días de la semana.
Hace un par de domingos, mientras disfrutaba de un
delicioso desayuno cargado en colesterol en uno de los almacenes de cadena más
importantes del país, vi como poco a poco la magia de ese séptimo día me
absorbía con rudeza. De un momento a otro como el inesperado tronar del firmamento
en un día de cielo despejado, solté los cubiertos dejándolos caer sobre la roja
bandeja que adornaba mi solitaria mesa, y comencé a mirar a mi alrededor
ignorando por completo el tentador y grasoso plato que me coqueteaba con su
exquisito perfume. Mis ojos se jactaron de un platillo mucho más interesante,
de situaciones que embarcaron a mi imaginación en un viaje de sutil locura y a
una interminable avalancha de emociones.
En la mesa que se
encontraba justo al frente de la mía, estaban un par de señores, sus cabellos
adornados por la nieve del tiempo mostraban que habían pasado hacia ya muchos
años las 50 primaveras. En las marcadas arrugas de la frente se podía leer
perfectamente el cansancio de toda una vida de lucha, y en sus profundas
miradas la extinta llama de la esperanza.
En su metálica mesa contrastaba el rojo lava de la bandeja
con el insípido verde de los vegetales que estaba consumiendo uno de ellos, y
con el verde intenso y provocador de una botella de la deliciosa cerveza
holandesa Heineken. Pero no fue la marchita apariencia de este par de
personajes, ni lo particular de sus desayunos lo que llevó mis sentidos y
completa atención hacia su mesa, para nada, fue su elocuente conversación, la
cual llegaba con claridad hasta mis oídos, la que interrumpió mi desayuno y me
sumergió en la misteriosa magia del Domingo.
El que disfrutaba con fingidos gestos del verde y saludable
plato de vegetales hervidos era el que mas fuerte hablaba, vestía suéter negro
deportivo sin mangas, pantaloneta juvenil de igual color y unos tenis blancos
con el famoso chulo de “Niké”. Este individuo de bigotes grises le comentaba a
su compañero sobre los últimos avances en el campo de la medicina, le hablaba
sobre los nuevos tratamientos para importantes dolencias y problemas de salud
de personas mayores. También hacia alusión a las nuevas drogas para el
colesterol, diabetes, osteoporosis, etc. A lo que decía le imprimía tal
seguridad que parecía ser un experto en el tema. El otro señor formalmente
vestido con pantalón de lino blanco, camisa gris y zapatos de cuero marrón, lo
escuchaba atentamente mientras en su cara se dibujaba cierta expresión de
éxtasis siempre que tomaba un sorbo de cerveza. Este personaje
considerablemente más robusto que el de la pinta deportiva hacia importantes
aportes a la conversación sobre medicinas y tratamientos que eran lo ultimo en
otros países. Al igual que su compañero sus palabras tenían talladas en cada
letra tal propiedad que no dudé un solo instante que se tratara de algún medico
compartiendo conocimientos con uno de sus colegas. cual grande fue mi sorpresa
cuando el individuo dueño del plato de vegetales al terminarse el ultimo
brócoli le dice a su acompañante: “viejo lucho si no hubiera estudiando derecho
creo que hubiese sido medico”, el otro le regala una leve sonrisa mientras mira
con nostalgia la verde botella de cerveza completamente vacía, se quita las
enormes gafas de su rostro y le responde con la voz bañada en melancolía: “la
medicina es muy bonita y mas a nuestra edad, a mí también me hubiera gustado
ser médico”.
Me dije de inmediato: << ¡caramba! Si estos
individuos fueran médicos, químicos farmaceutas o científicos, sin duda alguna
estarían dando importantes charlas a lo largo y ancho del planeta en auditorios
a reventar, y gozaran de fama y prestigio mundial debido a sus avanzados
conocimientos en la materia >>
Al instante de tan “apremiante” pensamiento, me llegó con
una fuerza volcánica una reflexión inesperada, y recordé de golpe todas esas
visitas a la camada de familiares con piel de papel arrugado y cabellos
desteñidos por la inclemencia de los años.
En esos exasperantes encuentros llegan como siempre los tan
acostumbrados y emotivos saludos y las infaltables frases de cajón: <<Ay
como estas de alto y simpático…..cada vez te pareces más a tu papá, ¿en que
curso estas ya? (Según la gastada percepción de estos amables dinosaurios voy a
seguir creciendo toda la vida y llevo mas de 20 años en el colegio)
Después de que indagan un poco en la vida de cada uno de
nosotros, y de preguntarme hasta la desesperación que en que curso estoy, y de
responderle cada vez con mas amabilidad y lentitud que hace años termine el
colegio, vienen los temas preferidos para estos seres de gastada voz y tierna
mirada: enfermedades, medicinas, dolencias y demás males de la vejez. Que no
son más que “achaques de viejo”.
Es en ese inmaterial estado del tiempo cuando se viene con
una furia extrema la avalancha de preguntas: ¿que tomo para este dolor?, ¿qué
me recomiendas para esta molestia?, ¿qué medicina es mejor para esto?, ¿qué
remedio en más efectivo para aquello?, ¿es mejor comprar la de marca o la
genérica?, ¿es normal que tal pastilla me de sueño?, ¿hasta cuando tengo que
seguir con el tratamiento?
En esas visitas eternas escucho gran cantidad de nombres de
medicamentos, de tratamientos, de dolencias, de partes del cuerpo que nunca
aparecieron en mis aburridas clases de anatomía. Ya casi rayando en la locura,
mientras mi papá en su calidad de medico empieza a recetarles un millón de
remedios para sus males reales e inventados digo para mis adentros: <<Nojoda,
acaban de decir tantos y tantos nombres de medicinas, y yo solo conozco el Dolex para el dolor de cabeza, y eso que vivo en la casa de un medico donde hay
cajas de pastillas y jarabes por todas partes>>
Esos desteñidos recuerdos, y el cuadro del par de señores
justo al frente de mi mesa, con su charla médica, sus desayunos tan particulares
e insípidos y la tristeza esculpida en sus miradas me hizo pensar con más
detenimiento en la vejez, en todo lo que viene con ella, en el sabio adagio que
dice que “la vejez no llega sola”, ¿pero que es lo que viene con la vejez? ¿Será
que lo único que trae la navegación de muchos años por los océanos de la vida
es una ingrata red llena de enfermedades, padecimientos, males y un saco inútil
atiborrado de conocimientos médicos que solo sirven para alimentar la angustia
e incentivar la invención de dolores? Llegué a la temprana conclusión que toda
esa experiencia que deja la suma de muchos amaneceres no sirve para nada en la
marchita etapa final de la vida, y terminamos todos sucumbiendo ante los
famosos achaques y preocupaciones por una quebrantada salud, producto no del
desgaste del cuerpo, si no por el abandono afectivo de los seres queridos, que
nos terminan confinando en el rincón mas oscuro, como a un mueble viejo que es
devorado día a día sin clemencia por el comején del olvido.
Miré una vez mas al dueto de veteranos y advertí que el
sujeto de camiseta negra y zapatos blancos deportivos se había marchado,
dejando a su compañero de debate contemplando en la soledad de una fría mesa de
electroplata, las grandes y apetitosas papayas que adornaban el sector de
frutas junto a la cafetería, mientras su pie seguía el compás de un merengue
dominicano y su cara volvía a pintarse de éxtasis con cada sorbo de la segunda
botella de cerveza, enseñándome que en ese momento no era viejo ni joven, que
en ese febril susurro de la mañana solo era un ser que disfrutaba de la
radiante belleza de las papayas, de las embriagantes notas de una trompeta y del
exquisito y afrodisíaco sabor de una buena cerveza. Me enseño en la distancia, sin
saberlo, que la vejez no llega de golpe, y que la vida nos entrena con esmero
para ese estado.
Ya cuando mi mente se despejaba del tráfico de reflexiones
sobre los adultos mayores, aprecie acercarse a la mesa que se encontraba justo
a mi derecha a un trío de individuos de abdomen hinchado, con bandejas
atestadas de comida rica en grasa, y orgullosamente vestidos con camisetas del
Atlético Júnior. De nuevo mi atención abandonó mi humeante plato y se postró en
la mesa de aquellos sujetos que aun no se habían terminado de sentar cuando ya
estaban engullendo con desesperación el collar de butifarras, chorizos,
morcillas y papas fritas que emperifollaban sus platos.
Enseguida me dije agregándole una pizca de humor al
pensamiento: <<erda, si el man de la camiseta oscura los viera, sin duda
alguna les pronosticaría un infarto en los próximos 5 años>>
Esos señores con el voraz apetito de una manada de leones
personificaron correctamente a ese tipo de personas que tienen al domingo no
como un simple y anhelado día de descanso, si no como un día glorioso de mundana
libertad. Donde pueden dejar a un lado la dieta de la semana y embuchar todo lo
que el estomago aguante, llenando el corazón y las arterias de grasa y a la vez
de felicidad. También tienen en ese día el escenario propicio para hartar
cuanta cerveza pase por sus manos, embriagando el alma de alegría. Y no llegué
a esta conclusión de sus gustos etílicos por la exuberante hinchazón de sus
vientres, mas bien fue por el deseo con que uno de ellos miro la verde y
tentadora botella de Heineken que bebía a sorbos pequeños el anciano de la mesa
de enfrente, y por la cara que puso al mejor estilo de Homero Simpson mientras
evocaba una cerveza imaginaria: <<hmmmm cervezaaa>>
Estos tres adictos al colesterol, que al igual que yo solo
deben conocer algún tipo de pastilla para el dolor de cabeza y como mucho una
sal de frutas para la indigestión, mostraron la viva imagen del hombre que cumple
al pie de la letra el primer mandamiento del Barranquillero: “amar a Júnior
sobre todos los equipos del mundo”, en algunos casos diría yo, no solamente
sobre todos los equipos, si no sobre todas las cosas.
Si había una pinta segura en toda la semana era la del
domingo, la acostumbrada camiseta rojiblanca del Júnior de Barranquilla, esa
estaba lista desde la noche anterior para en la mañana tenerla puesta lo antes
posible, seguramente para enviarle las buenas energías en calidad de ferviente
hincha al equipo amado desde temprano.
Fue ahí, de inmediato cuando pensé: joda verdad, hoy juega
el Júnior, debería ir al estadio. Pero también recordé lo corto que estaba de
plata y de tajo corté ese plan de la tarde.
Cuando levanté nuevamente la mirada ya los tres hombres se
levantaban de la mesa dejando sobre su metálica planicie los platos de icopor
completamente vacíos y limpios, como si nunca hubieran reposado en ellos tales
alimentos. Es mas, uno de los platos tenia algo que se me hizo parecido a una
violenta mordida, otra vez riendo para mis adentros me dije: <<estos
manes si que tenían hambre>>
Los vi desaparecer con los rostros bañados en satisfacción,
de pronto no por el engullido festín, más bien, pensé yo, por lo que venía
después de ese exagerado desayuno. Con la barriga mas abultada, producto esta
vez si, de su infinita glotonería, y luciendo con mas orgullo que antes la
camiseta de rayas rojas y blancas con el flamante numero 10 en la espalda, se
perdieron ante la romería de compradores en las cajas y se hundieron en el
resplandor matutino de la salida del almacén.
Habiendo desaparecido las distracciones en la cafetería me
propuse a terminar de una vez con todas con mi desayuno, el cual ya estaba
comenzando a perder ese fragante ardor y sublime encanto que tenia cuando se
poso sobre mi bandeja escarlata, para así continuar con las labores del domingo
que no serian otras que una larga y serena visita a unos familiares de
cabellera blanca, y sucumbir ante los hechizos de la programación de televisión
extranjera durante el calor de la tarde. Pero otra vez me resulto imposible
enfilar mi completa atención en la afanosa tarea de darle muerte a ese apetitoso
manjar, pues hizo su aparición en la álgida escena de la cafetería, entre los
obstáculos imperiosos de mesas y sillas regadas, una hermosa mujer de no mas de
23 años de edad, con una figura provocativamente esbelta y fresca, con su rubio
y húmedo cabello amarrado en una cola de caballo haciendo perfecto contraste
con su tersa piel de nácar, y una insinuante pinta que solo puede ser usada en
el abrazante clima del litoral caribe.
Anhelé de corazón que se sentara en mi mesa y me regalara
el resplandor inmaculado de su compañía durante el poco tiempo que faltaba para
terminar mi eterno desayuno, pero mientras absorbía la elipsis de su aromática
estela, una mano la apretó con propiedad y cariño por la muñeca y la condujo a
una mesa algo distante de la mía, pero al completo alcance de mi entrometida e
inquietante mirada.
Su rostro se ilumino con una gracia casi infantil al chocar
su mirada con la del compañero considerablemente mayor que la observaba con una
devoción al borde de lo religioso. Se abrazaron y besaron con demasiado amor
para ser novios, y definitivamente con mucha pasión para ser una pareja de
esposos. De pronto podrían estar recién casados, pero no vi anillos que
respaldaran mi curiosa suposición. Fue entonces cuando otra vez el delirante
encanto del séptimo día de la semana jugó con mi razón e hizo trizas mi cordura
llenando mi mente con chorros de fantástica locura, haciéndome ver a esos dos
enamorados como las frenéticas presas de un amor prohibido, las cuales
desbordan el sentimiento de sus pechos en el gélido refugio de un almacén de
cadena, entre las miradas chismosas de una cuadrilla de desconocidos y la
apacible caricia de las robustas y tiernas guayabas en el mostrador de frutas,
mientras consumen casi sin darse cuenta, un desayuno artificial que preste las
energías necesarias para poder soportar la potente tempestad de la faena de
amor del resto del día.
Mientras mas me adentraba a galope firme en la llanura de fantasías
desbordadas, me asaltó otra vez la luz de la sensatez, y me dije: <<erda
me voy a volver loco pensando tantas pendejadas, mejor me como esta vaina
rápido y me voy de aquí, nada de vejez, medicamentos, salud, cerveza, Júnior y
amor>>
Así que trinché con vigor el último trozo de salchicha
embarrada en salsa de tomate y me lo llevé a la boca, tragándolo casi entero,
bebí el ultimo sorbo del ácido jugo de maracuyá, me limpié los labios con la
servilleta y me dispuse a salir de ese lugar antes de seguir pensando en vainas
raras.
Al salir del almacén, mientras mis ojos se reponían de las
puñaladas del resplandor de la mañana, medité un poco sobre lo sucedido en la
cafetería, y mi única conclusión fue que el domingo me había presentado todo su
extraordinario embrujo en la vida e imagen de diferentes personas, las cuales
son todas mundos distintos, que forman en conjunto, este universo de locura de
la humanidad, que a veces pasa tan desapercibido en los demás días de la semana
donde solo queda tiempo para medio almorzar a las carreras y llegar a tiempo al
sitio de trabajo, medio saludar a la familia y empotrar la mirada en el
hechizante brillo de la televisión. En fin, en tanto ajetreo solo tenemos
tiempo para medio respirar, medio observar, medio amar, medio vivir.
Caminé por la calle pensando un poco aliviado, que en el
sombrío y gris despertar del lunes mi aguda percepción y delirantes sentidos
estarán enfocados otra vez en lo mismo, mientras con el pañuelo secaba el
rebosado brote de sudor en mi cara, y con el pecho hinchado dije a viva voz:
¡nojoda que sol tan hijueputa, tenia que ser domingo!
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