SEGUNDA PARTE
Pensaba muchas cosas mientras en
ascensor descendía a velocidad “normal”… 12…11…10… ¿Qué ruta tomar para llegar
rápido a la iglesia?, ¿cómo clavar a mi nueva esposa para que se sintiera como
si fuera la primera vez?, ¿cuál sería el tiempo prudente para el primer desliz?
… todo en completa calma, cuando de pronto, otra vez el mundo se zarandeó en el
interior del ascensor, revolviéndome el estomago y golpeando todo mi cuerpo en
ese bamboleo infernal. Las luces
comenzaron a espabilar copiosamente y un ruido metálico y agudo envolvió el ambiente
ahogando por completo mis alaridos de pavor. De repente el endemoniado cajón de
lata comenzó a caer con furia a una velocidad asombrosa, que hizo volar mi
cuerpo aterrado hasta el cuadriculado techo de madera, donde quede pegado a
merced de la aceleración y aguardando el choque definitivo y fulminante con el
suelo donde se despedazaría esa infernal caja junto con mi desparramado ser,
formando una masa irreconocible de escombros y viseras, que aun vibrarían por
el poderío del impacto. Mi vida llegaba a su fin.
El ascensor se detuvo antes de chocar
con el piso, en una sinfonía de sonidos metálicos que destrozaron mis oídos y
quebrantaron mis nervios por completo. Me encontraba nuevamente en el suelo de
caucho del enlatado ataúd, con el cuerpo magullado, la cara cortada, el traje
destruido. Seguramente todo pasó en unos pocos segundos, pero en medio de mi
terror parecieron horas eternas de padecimiento, de dolor y de angustia. Me
puse de pie torpemente, pues aun me encontraba bajo efectos de un terrible
mareo, y con algo de esfuerzo comencé a presionar desesperadamente el botón
para abrir la puerta, pero nada ocurrió. El panel de botones parecía muerto, de
igual forma la pantalla de LCD donde solía dibujarse el número del piso actual.
Procedí entonces con aflores de locura a hundir repetitivamente el botón de
alarma, luego el que se adornaba con una figura de teléfono, seguramente para
pedir auxilio al mundo exterior. Pero nada ocurrió, nadie respondió.
– Calma, calma – Me dije agitadamente –
hay que mantener la calma, pronto el imbécil de Jorge se dará cuenta que el
ascensor está averiado y mandará a buscar al personal de mantenimiento. Es
cuestión de soportar unos minutos –
Pero los minutos pasaron con la
suavidad cortante de la desesperación, y con la pánfila velocidad de unos pies
untados de plomo, y nada pasó, nadie llamó, ningún ruido en las cercanías de mi
encierro. Reinaba una hiriente calma, un silencio tormentoso y una preocupación
creciente de estar sepultado bajo toneladas de escombros, en medio de una
ciudad muerta, destruida por un terremoto nefasto, sin personal de
mantenimiento cerca, sin rescatistas al tanto del pobre imbécil encerrado en el
ascensor, y con una boda suspendida por la ausencia de un novio que se perdió
en su egoísmo y su cobardía. Entonces grité, lloré, reí y oré. Pero nada
conseguía esa dosis de paz que necesitaba para enfriar mi cabeza y armar una
estrategia de fuga, de escape o simplemente de auxilio. Pero de repente,
sepultado en mi congoja, sentí un bulto en el bolsillo derecho de mi percudido
pantalón de lino, ¡si, era mi celular! ¿Por qué no había pensado en usarlo
antes?... ¡qué estúpido!...con una sola llamada tendría a todo el personal de
bomberos y a todos los rescatistas de la ciudad tratando de sacarme de mi celda
cubica. Pero mi naciente ilusión fue destrozada con el terrible mazo de la
realidad, pues el maldito celular brillaba con un funesto mensaje en su
pantalla que decía para dolor mío: Sin servicio.
– ¡Malditos celulares! – Grité – ¿Por
qué en los ascensores quedan sin señal?
Apreté con fuerza al maldito aparato y
lo destrocé contra el piso del ascensor, maldiciendo una y otra vez a todas las
compañías de telefonía celular, a los fabricantes de celulares, y a los
malnacidos que diseñaron este endemoniado ascensor sepultado en el interior del
edificio, en una fosa de concreto y hierro donde escasamente entran moléculas
de oxigeno para respirar. Pero al ver regadas las tripas del celular y la
batería en el piso de la caja infernal, desvíe la rabia hacia mi furioso e
iracundo genio, por haber destruido el
único artefacto de distracción, o de salvación. Y al mismo tiempo lo único que
podría darme la hora en ese horno de latón, y mantenerme ligado así al susurro
inmaterial del tiempo. Ahora estaba a merced de los cálculos, de la
aproximación de los minutos, del conteo mental en intervalos de 60 en 60 para
sumar minutos a los cestos de las horas de confinamiento. Y así lo hice, hasta
que mis ojos se cerraron lentamente sucumbiendo sin remedio al peso del miedo y
del agotamiento mental, hasta sumergirme en la oscuridad del sueño cuando
llegaba forzosamente al número 4880 de mi absurdo conteo.
Un calor asfixiante me arrancó del
placido país del sueño, al tiempo que un zumbido devoraba el silencio al
interior de aquella infernal “lata de sardinas”. Mi vista cansada, nublada y
desesperada comenzó a buscar la fuente de ese ruido, para comprobar si por
algún motivo estaba ligado con el aumento de la temperatura en el ascensor. En
efecto, el sonido rasposo que llegaba a mis oídos era el agónico clamado del
ventilador que se encontraba en el techo, el cual estaba chorreando su último
aliento de vida, limitando el aire “fresco” que alimentaba el interior de mi
celda, hasta que, en un aullido solitario de perro, se arrojó a la muerte de
los aparatos eléctricos: se quemó. Dejándome una terrible sensación de ahogo,
de calor, de locura. Sentía mi piel hirviendo, mi sangre burbujeando, mi cuerpo
derretido, mis pulmones apretados y mi corazón desbocado en latidos insolentes.
No podía respirar, hablar, concentrarme en un punto fijo. Tenía nauseas,
temblores que dominaban mi cuerpo lamido en un sudor de hielo, miedo, pavor.
Quería escapar de las densas sábanas que me arropaban en esa caverna y
respirar, y gritar y vivir, y casarme. Así que comencé a gritar, a llorar una
vez más y a golpear las paredes tratando de destruir esas barreras que me
apresaban, sin conseguir el éxito en mi cometido. Desesperado y aturdido
incrusté mis dedos en la ranura de las puertas para abrirlas a la fuerza, pero
no cedieron ni un milímetro, dejándome una vez más exhausto, adolorido,
derrotado y con los dedos destrozados. Pero me inyecté fortaleza una vez más y
con mi última reserva de aliento me apoyé en una de las paredes y coloqué mi
pie derecho en la baranda que se encontraba justo debajo del espejo. Tomé
impulso y di un fuerte puñetazo al rígido y cuadriculado techo de madera. Lo
impacté con toda mi furia una y otra vez, hasta desprender el aditamento
ornamental que forraba lo más alto de mi cámara mortuoria, dejando al
descubierto una fuerte lamina metálica que no cedió al desespero de mis golpes.
Una vez más las películas de acción me habían fallado. No encontré la puerta de
escape por donde entran y salen los héroes de la pantalla grande, destruyendo
así la última esperanza de salvación que arropaba en lo más profundo de mi
agobiada existencia. Y para colmo de males, producto de esos acalorados azotes,
las lámparas comenzaron otra vez con un incesante parpadeo, convirtiendo al
ascensor en una pequeña discoteca, hasta que sucumbieron, al igual que el
ventilador, dejando mi vida en las tinieblas, sin aire, sin ventilación sin
esperanzas y pataleando en el infesto y nauseabundo lodazal del miedo, la
demencia y la desesperación.
Me tiré al suelo, y me encogí en uno de los
ardientes rincones al tiempo que me despojaba mecánicamente de los zapatos, el
pantalón y la camisa. Lloré en silencio, y me dejé llevar de nuevo por el
agotamiento, perdiendo la consciencia con la imagen resplandeciente y borrosa
de mi novia estampada en el invisible tapiz de mi memoria. Añorando su
presencia tierna y sus manos delicadas corriendo raudas por la pradera ceniza
de mi pelo. Sus labios frescos derretidos en mi boca hambrienta y su sonrisa
cristalina iluminando mi sendero. Era precisamente eso, su sonrisa, lo que más
extrañaba en aquella cloaca lúgubre y solitaria. Aquellos labios arqueados, que
no vería jamás.
CONTINUARÁ...
Espera el próximo jueves la parte final del cuento.
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