PARTE FINAL
La siesta se prolongó más allá de los
cálculos y los conteos de minutos llenando barriles de horas, que al mismo
tiempo colmaron bodegas enteras de meses, inclusive de años. Mi vida se congeló
en la oscuridad de esa caja de 1,2 X 1,2 metros, donde aprendí a vivir curtido
de soledad y demencia. Al principio me sorprendió el no sentir hambre, quizá
por alimentarme día a día del caldo ácido del miedo y la crema batida de la
rabia. Al mismo tiempo las necesidades fisiológicas habían desaparecido de mi
débil cuerpo, seguramente consecuencia de lo primero: al no comer, no cagaba,
si no cagaba, la idea de morir de una vez por un chorro infinito de
diarrea no sucedería jamás. Pero no
aguardé únicamente por una muerte lenta y pacífica. Intenté muchas veces a lo
largo de ese encierro ilógico acabar con mi sufrimiento eterno, sin éxito alguno.
Un día cualquiera, de esos dominados por la depresión, destrocé a puño limpio
el apagado espejo de la celda. Tomé uno de los afilados fragmentos y cercené
mis venas ansiosas. Pero la sangré no brotó. Iracundo agarré otro pedazo
puntiagudo y me lo clavé en el cuello, pero ni dolor sentí. Fue ahí cuando la
teoría de encontrarme en el limbo cobró fuerza. Seguramente había muerto
destrozado por el impacto del ascensor y mi alma había quedado encerrada en ese
espacio diminuto aguardando la sentencia final, mi condena. O el dictamen ya
había sido anunciado, y era padecer eternamente en ese recinto maldito.
Mientras esa fatal idea se cocinaba en mi subconsciente, yo seguía maquinando
planes para acabar con mi infortunio. Me apuñalé varias veces con la llave del
carro, me tragué las llaves del apartamento con todo y llavero. Componía
canciones enteras con el acústico martillar de mi cabeza contra el piso y las
paredes, pero nunca llegué a sentir dolor, y mucho menos a probar el fermentado
aliento de la muerte expelido por sus dientes rancios y su rostro huesudo. Así que un día, de esos de
extraña alegría, decidí acabar con esas ideas suicidas y acostumbrarme a vivir
de recuerdos, de sueños, de ideas. El primer recuerdo que llegó a esa fétida cárcel,
fue precisamente la última imagen seductora que estremeció mi universo en un
baile de lujuria antes de quedar atrapado en el confinamiento de mis miedos.
Esa bella joven con su cuerpo bien formado y pinta deportiva apretada en sus
carnes firmes; gotitas brillantes de sudor en su rostro pícaro e insinuante,
que me había acompañado en medio de pensamientos libidinosos antes del derrumbe
de mi vida, apareció en el tóxico y avinagrado espacio de 1,2 X 1,2 metros del
endiablado ascensor, vestida de luz, inmaculada. Con su toallita sobre el hombro derecho, cola
de caballo apresando una cabellera negra y espesa, y esa Lycra negra
potenciadora de sus nalgas duras y macizas.
<< ¿Es una alucinación? – me pregunté
en medio de mi excitación – Sea un sueño u otra sorpresa de éste limbo eterno,
la voy a disfrutar, y como prometí hace algún tiempo, la voy a poner a
chillar.>>
Sin dar más espera a mis manos
ansiosas y a mi corazón acelerado en latidos perturbados, me abalancé sobre mi
presa vencida. La agarré con firmeza por su fina cintura, y choqué mis labios
secos contra su boca azucarada probando el néctar de su boca y la textura de su
lengua inquieta.
– ¡Señor! – Me dijo sin aliento – Deje
algo para mañana
– El mañana no existe en este hueco,
mi amor – Le respondí mientras le destrozaba el Top sobre su pecho erguido,
dejando al descubierto un par de colinas coronadas con rosados pezones llenos
de luz – Esto es un día largo y eterno, mi día de suerte por lo que veo. Cállate
y disfruta.
De igual forma, y de un solo golpe, la
despojé de su apretada lycra negra y de su delicado panty blanco de encaje.
Quedando la obra de arte de su sexo al descubierto, sublime y tierno, tal como
lo había imaginado en tantos años de encierro y soledad. Y lo mejor de todo, a
merced de mi pasión ilimitada y mis sucios deseos encarnizados y reprimidos.
Sin perder más tiempo, desgasté la piel húmeda de mis manos fuertes, mis labios
agrietados y mi lengua ardiente sobre esa geografía montañosa y fragante de
abdomen plano, glúteos redondos, vellos erizados al mínimo roce de mis dedos
ansiosos, mientras sus acalorados suspiros de placer alimentaban una furia volcánica
en mi entre pierna envuelta en el fuego de la excitación. Pero cuando mi “flecha”
en llamas incendiada, estaba lista para clavarse en lo más profundo de ese
cuerpo monumental y luminoso, se quebró de repente entre mis afanadas manos esa
figura desnuda de bellas carnes, dejando mil esquilas de luz flotando en medio
de la oscuridad asesina de mi tumba cubica. Quedando yo agitado, consternado,
con las ganas florecidas y el cuerpo en llamas, al tiempo que una maldición por
mi infortunio explotó de mi garganta y rebotó por las paredes metálicas del éste
cofre maldito que disfrutaba con el espectáculo de mi desgracia.
– ¡Maldita sea mi suerte y mi vida! – Grité
con todas mis fuerzas – ¡Esto no me puede estar pasando! ¡No me pueden dejar
con las ganas!
Lloré de rabia una vez más tirado en
el piso de caucho del ascensor, sin consuelo alguno, hasta que mi corazón
encontró la calma en otro recuerdo, un recuerdo amado: Luciana. El día que la
conocí en aquel establecimiento de libros y café, en medio de suaves luces
verdes y naranjas, con sus ojos bellos devorando un gigantesco libro de Tolstoi
y unas galletas de macadamia. Con esa imagen tenue, con el aroma a café, y el
sabor de su primera mirada, me fundí en el bálsamo de un sueño donde se
recreaba ese instante, por la eternidad.
Un tiempo después de la “aparición
divina” de la joven, y de vivir de ideas, sueños y recuerdos, decidí inyectarme
entusiasmo, y recorrí ese cajón infame una y otra vez. A veces durante horas y
horas en línea recta, acumulando kilómetros en mis suelas. Me parecía muy raro
como la dimensión de ese recinto estaba ligada con mi estado de ánimo. Cuando
sentía “felicidad”, se ensanchaba sin límites, convirtiéndose en una enorme
llanura por donde podía correr, brincar, y rodar durante horas sepultado en la
oscuridad. Otras veces cuando intentaba correr embriagado por la rabia y la
depresión, me golpeaba la cara con las paredes de la mazmorra, sintiendo cómo
estas se acercaban apretando mi cuerpo con ese asfixiante y rudo abrazo. Así que
opté por estar siempre feliz y disfrutar de la vida en ese encierro. De hacer
las paces con mí destino, con mi suerte y con mis pensamientos.
Me disculpé en
la distancia cósmica con mi novia, por todos los engaños en nuestros 10 años de
compartir un sentimiento, que sólo llegué a sentir real en mi absurdo
confinamiento. Extrañé por mucho tiempo los deliciosos gestos de su rostro
delicado, el perfume dulce de su voz cálida, y todos los movimientos perfectos
de su cuerpo floral. Estampé su nombre en las 4 paredes de mi desdicha:
“Luciana”, y grabé su sonrisa inmaculada en el techo de mi corazón, para que
derramara luz en el valle oscuro de mi existencia extinta. Pero a pesar de aumentar los días de
felicidad, no todo fue tranquilidad y paz en mi extraño mundo de tinieblas.
Muchas veces escuchaba durante largos periodos la voz clara de mis familiares.
Sus reproches, sus insultos, y a veces, su llanto prolongado. También llegaba
la voz de Luciana con todos sus matices amados, pero estaba llena de melancolía
y de tristeza. Contagiándome de sus estropeados sentimientos de dolor,
consiguiendo que el espacio de mi encierro se encogiera, hasta sentir los
cuatro muros apretando con rudeza mi cuerpo derrotado, invadiendo el diminuto
mundo con el crujir de mis huesos partidos. Siempre que esto sucedía, una
lluvia de manos luminosas invadía mi dimensión y asechaban mi vida. Me tiraban
del cabello, me agarraban por los brazos, por el cuello, por los pies y halaban
con fuerza tratando de elevarme. Otras veces estas mismas manos siniestras me
golpeaban la cara, la espalda el pecho y me agarraban por las muñecas con
firmeza. Pero siempre me defendía con
vehemencia, con ahínco, y las mordía sin
pudor sintiendo el oxido sabor de la sangre jugueteando en mi colérica boca,
viéndolas partir nuevamente y como las vi llegar, flotando con su resplandor
alucinado en el infinito de la oscuridad.
Pero una “noche” (así llamé al periodo
de tiempo en que dedicaba más tiempo a dormir) escuché otra vez en la lejanía,
el llanto calmado de Luciana forrado por la felpa del eco. Mi corazón estreñido
se quebró a la mitad al primer sollozo del ser amado. Ella repetía mi nombre
una y otra vez, clamando por mi regreso.
– Abel, Abel, Abel – Rogaba – Regresa
Abel, vuelve a mi –
Ya había escuchado ese clamor en
distintas voces conocidas y queridas. Lo que me insinuaba estar dormido,
perdido, secuestrado, o en una cama de un hospital en estado de coma.
<< ¡Eso es! – Pensé – de todas
las locas hipótesis de mi raro destierro y clausura, esa debe ser la real… debo
estar en un hospital dormido. Seguramente sobreviví al impacto del ascensor y
quedé con serios traumas cráneo-encefálicos que me mantienen soñando. Esas
últimas palabras de Luciana eran las piezas definitivas para armar el
rompecabezas de mi tragedia >>
– Por favor Abel vuelve, regresa a mi
lado –
– ¡Si mi amor, volveré a ti! – Grité –
¿pero dime cómo vuelvo? ¿Cuál es el camino de regreso?
Como si hubiera escuchado mi pregunta,
me respondió atravesando la barrera
dimensional entre los dos, gritando con todas sus fuerzas. Esta vez su cálida
voz cayó como piedra sin vestigios de eco o lejanía.
– Déjate llevar Abel, déjate llevar.
¡No me muerdas más!
Asombrado por el revelador mensaje,
levanté mis ojos dormidos al irreal techo de mi aposento opresor y grité con
vehemencia esperando el brillo perturbador de aquellas manos que tanto temía:
– Aquí estoy Luciana, llévame contigo,
¡rescátame de este encierro por favor!
Y explotó el cielo de mi mundo, de mi
mazmorra pestilente, donde había vivido refugiado de mis miedos y a merced de
ellos al mismo tiempo durante varios años. Y brotaron como ramas luminosas
aquellas manos límpidas con las que tanto había luchado y a las que había
mordido hasta el cansancio en defensa de mi integridad mental, sin saber que
eran las puertas hondas hacia la libertad absoluta. Me acogieron con dulzura,
me acariciaron el rostro, el cabello enmarañado y secaron mis lágrimas amargas.
Luego se deslizaron por mi barbilla, mi cuello, mis hombros y se posaron en mi
antebrazo derecho, halando suavemente hacia arriba. Sentí como mis pies se
despegaron del húmedo piso de caucho del ascensor. El calor constante había
desaparecido, mis pulmones se hincharon llenándose de un aire nuevo y fresco,
mientras mi cuerpo entero levitaba sostenido fuertemente por el enjambre de
manos piadosas que me guiaban por un sendero luminoso hacía un firmamento
interminable de paz y de dicha. Por fin sentía la tranquilidad que tanto había
añorado en los interminables días, meses y años de cautiverio en ese féretro asfixiante
y aniquilador de esperanza, que me había devorado en aquella mañana remota,
cuando me encontraba fulminado de miedo con mi pulcro traje blanco y a pocas
horas de mi trascendental boda, la cual pensaba retomar una vez fuera del
apestoso túnel. Pero antes de asomar mi humanidad golpeada por la barrera
inmaterial hacía el mundo real, fuera del estado de coma profundo, la voz de
Luciana me entregó un mensaje aterrador:
– Eso es amor mío – dijo con la voz
sumergida en llanto – Sigue la luz para que por fin puedas descansar de esta
pesadilla –
– ¡No puede ser! – Grité – ¡Me voy a
morir! –
Esa camino luminoso era la ruta hacia
el más allá, hacia el descanso eterno, ¡hacia la muerte!
Increíblemente después de tanto buscar
el rustico corte de la guadaña mortal sobre mi cuello, ahora que lo sentía
deslizarse implacable sobre mi garganta desnuda, no lo quería. ¡No, no, no!
¡No quería morir!, quería seguir viviendo aunque fuera
en la oscuridad y soledad hiriente de mi encierro, de mi conocido ascensor del
infierno, de mi guarida sofocante que había aprendido a soportar, e inclusive,
a querer. A vivir de mis recuerdos, de mis añoranzas y de mis miedos
recurrentes. Pero ahora nada podía hacer, por fin salía del limbo agobiante
rumbo a lo desconocido, rumbo al punto final de mi existencia, a la muerte. Así
que con resignación me dejé absorber por la cascada de luz que empapó todo mi
cuerpo sudado y me transportó, después de mucho padecer, a la paz absoluta de
mi ser.
–Perdón papá y mamá por mi
distanciamiento, nunca los dejé de querer. Perdón amigos míos por todos los
errores. Perdón vida por no valorarte lo que te merecías. Perdón Luciana, te
fallé, fuiste lo que más amé y lo que más extrañaré. Espero volver a verte un
día.
Y así dije adiós a todo, y a todos
mientras mi cuerpo se desintegraba quedando sólo un gas inerte rodeando mis
pensamientos y mis sentimientos más profundos. Untado de paz sucumbí y me
mezclé con el universo que me acogía con una sonrisa de estrellas, tan luminosa
como la de mi amada Luciana, iluminando mi sendero, por toda la eternidad.
EPÍLOGO
– Me alegro mucho que hayan decidido
internale, créanme que aquí estará mucho mejor que en ese armario. –
– Fue muy difícil doctor, pensamos que
se recuperaría en cualquier momento. Usted sabe, empezó a mostrar síntomas de
mejoría cuando salió del armario y caminaba por toda la casa. Corría, saltaba,
comía lo que le provocaba de la nevera, iba al baño, y se le veía a veces tan
feliz, que pensamos que mejoraría, que gran error.
– Varias veces les dije que estos
desequilibrios mentales ligados al parecer a una esquizofrenia no eran de fácil
tratamiento, y mucho menos se curaban por sí solos. Su hijo por algún motivo
buscó refugio en una realidad diferente dentro del armario de su habitación, y
durante estos meses se acostumbró a ella, desconectándose por completo de la
realidad.
– ¿Pero se va a curar doctor? Dígame
la verdad por favor, no le mienta a una madre.
– No puedo asegurar nada en este
momento señora, apenas vamos a comenzar con el tratamiento.
– ¿Pero es necesario que esté aquí
doctor? Él no es agresivo, y ese tratamiento se lo podrían dar en casa ¿no? Los
únicos brotes de violencia los dio cuando tratábamos de sacarlo a la fuerza del
armario. Ahí pataleaba y nos mordía las manos.
– Señor Sanabria, una vez más le digo
que su hijo estará muy bien aquí. Por ahora sólo le hemos dado unos sedantes.
Más adelante comenzaremos el tratamiento. Más bien acompáñenme para terminar el
trámite de ingreso.
Luciana sólo se limitaba a escuchar la
conversación y a secar de sus ojos un llanto insipiente que humedecía su vista.
Miraba al amor de su vida postrado en una cama con los ojos perdidos, la mirada
muerta, y un gesto extraño. No parecía el mismo que un par de meses antes le
pidió por fin la mano en matrimonio, después de 10 años de espera. Lo amaba
profundamente, y por eso sabía, que era mejor que estuviese ahí. Lo supo
siempre desde que lo vio perdido en la oscuridad del armario.
– Vamos Luciana, despídete de Abel y
acompáñanos hija.
– Ya voy doña Raquel, deme sólo un
minuto.
– Bueno Lucy, te esperamos afuera.
Luciana se acercó al cuerpo sedado de
Abel, y deslizó suavemente sus dedos trémulos sobre la pradera alborotada y
ceniza de su cabello. Besó su frente húmeda y se despidió para siempre de él.
Sabiendo que Abel se había marchado para siempre de ese cuerpo, mucho antes de
encerrarse en el armario. Ojalá se haya despedido amándola como siempre ella lo
había amado a él, y con la pequeña esperanza de encontrarlo algún día, aunque
fuera en el confinamiento de su alma, o un rincón oscuro de su atormentado
corazón.
FIN
ALVARO RUIZ REYES
Copyright © Alvaro Ruiz Reyes
Hola! Te sigo y te he nominado en un booktag. Te dejo aqui el link http://helenatesno.blogspot.com.es/2016/09/booktag.html?m=0
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