#JuevesdeCuento
Éste cuento hace parte de la recopilación de cuentos de mi autoría, MAR DEMENTE, Nueve cuentos de Locura, disponible en Amazon.com. Espero sea de su agrado.
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Cuando Carolina abrió sus ojos verdes en esa
mañana fría regada por una llovizna perpetua y triste, tuvo la convicción
absoluta y la certeza total de que en el transcurso de ese opaco día de Marzo,
por fin se cumpliría su más enferma y decadente fantasía sexual: Tirarse a un
Payaso.
Por eso se despertó rociada por el bálsamo de
la felicidad y se levantó de su cama caliente de un solo salto, guardando
dentro de sí los mejores ánimos del mundo en mucho tiempo, pues algo le decía
que tantos fracasos le habían dejado el conocimiento suficiente para saber cómo
y dónde debía buscar al candidato perfecto. Así que sin perder más tiempo se
puso en la difícil tarea de pensar desde ese preciso instante en la pinta
adecuada para la ocasión: no muy insinuante, pero provocadora. Eso sí, la ropa
interior no guardaría tapujos y enseñaría completamente lo mejor de su bien
formada figura de Top Model.
El día transcurrió en medio de pensamientos
obscenos, selección de lencería, y conjuros secretos de belleza. Una inmensa
emoción la hacía temblar por momentos de solo imaginar ese blanco rostro
coloreado, con unos labios rojos desparramados en un gesto punzante de gracia y
burla, decorado con una enorme nariz plástica y ojos relampagueantes de
felicidad. Sin darse cuenta, y en medio de lujuriosos suspiros, ya tenía el
negro rostro de la noche encima, engalanada por el rítmico canto de la lluvia
vacilante de todo el día. Después de armar vía Whatsapp el plan nocturno perfecto con sus compinches de siempre,
de encontrar el traje apropiado, accesorios indicados y tonalidad de maquillaje
perfecta, tarea que casi la adentra en la profundidad de la madrugada, tomó su
lujoso automóvil y emprendió a toda prisa el camino rumbo a la locura y hacia
la promesa mordaz del placer total.
Después de un interminable trayecto por la
autopista norte, y de conseguir un lugar de parqueo de lujo gracias al poder
infinito de su coquetería, por fin se posó en la puerta del establecimiento de
la rumba del momento mostrando todo el esplendor de su picante belleza y porte
sin igual, cuando sin esperarlo, en medio del gentío que se afanaba por entrar
al sagrado recinto de la diversión, distinguió en la distancia a una figura
desdeñada y fangosa, que representaba en su lastimera existencia, todo lo que
ella necesitaba para dar rienda suelta a su fantasía y convertirla de una vez
por todas en una realidad palpable. Porque nunca a lo largo de su vida de
placeres y caprichos se había quedado con las ganas de hacer algo, de cumplir
un sueño, de alcanzar una meta por muy difícil que ésta fuera. Por eso se alejó
de su grupo de amigos pretenciosos y con total determinación caminó con su
andar imponente por toda la acera de la discoteca, haciendo sonar con enjundia
sus altos y finos tacones sobre el pavimento besado por la lluvia. Se acercó a
la rústica figura y tocó el hombro empapado y blando de aquel espectro de la
noche, sabiendo que después de esa charla, su vida cambiaría para siempre.
Y ahí estaba él, un cuarto de hora después,
con su bufonesco y gastado rostro adornando la fea habitación de un asqueroso
motel barato en el centro de la ciudad, donde reposaba una escultura desnuda de
mujer sobre una cama sucia, desordenada, harapienta y sazonada con el sudor
agrio de varios amantes cortos de presupuesto pero con exceso de deseos,
lujuria y pasión. Como ese miserable payaso que la devoraba con sus ojos rojos
y cansados, sintiendo en la lejanía de sus cuerpos calientes esa piel fresca,
perfumada y suave, en contraste con los callos de sus manos rusticas y
malvadas, ansiosas de esa carne, de esas curvas de silicona cinceladas en el
gimnasio y en el quirófano; de aquella boca vaporosa pintada de ese rojo
carmesí provocador, que lo invitaba a zambullirse en el deseo y consumir
violentamente el jugo efervescente de su sexo en llamas, en la que se había
convertido a pesar de la llovizna interminable, en su noche de suerte.
Ella lo observaba con sus ojos verdosos y
seguros. Lo reparaba de los pies a la cabeza, y cada detalle de su pintoresca
vestimenta la llevaba al límite estrepitoso del placer. No había dudas de lo
acertada de su elección, después de los tres fracasos anteriores en busca de
cumplir su fantasía mas retorcida y encontrar por fin la excitación absoluta.
Ese payaso de la calle, quien había llegado a ella como una aparición divina en
la puerta de la discoteca más popular del momento, sería el instrumento
apropiado para alcanzar ese sueño sexual en aquella noche lluviosa y fría de la
capital, sin duda alguna, su noche de suerte. Por eso cuando lo vio acercarse a
la mugrienta cama con su nariz roja desteñida y su peluca crespa color fucsia,
sintió una explosión en todo su cuerpo erizado, y un temblor incontenible en
sus robustas y bien formadas piernas. El espectáculo estaba a punto de
comenzar.
El payaso comenzó a recorrer la geografía
montañosa de su cuerpo expuesto con sus manos sucias y ásperas sintiendo la
superficie acuosa vibrar indefensa bajo el roce potente de la yema de sus dedos
inquietos. Luego, ella sintió el
contacto de su añeja lengua de fuego sobre la piel tersa de su marcado abdomen.
Sintió también sus labios agrietados en la mejilla izquierda, su aliento agrio
y fermentado, y el colorete barato que
se mezclaba uniformemente con el sudor de sus pechos erguidos y de su cuello
delicado absorto en la lujuria total.
Ella suspiraba por el infinito deleite,
jadeaba por el acelerado latir de su corazón fatigado, mientras acariciaba la
ropa deteriorada, sucia, satinada y multicolor de su vistoso amante. Comenzando
por el pantalón bombacho lleno de agujeros y empapado de un olor bestial,
pasando luego por los remendados tirantes color purpura untados de grasa y
mugre, terminado en su desgarrada camisa verde fosforescente y chaleco amarillo
con bolas rojas impregnado por un aroma a gasolina quemada, leche rancia,
tabaco, cerveza y orín ácido, donde pudo sentir una barriga hinchada, grasosa y
redonda bajo el brillo opacado de aquel uniforme de batalla, que se zarandeaba
y palpitaba como con vida propia chocando bruscamente contra su cuerpo emocionado.
En ese momento supo en medio de la neblina de su mente excitada, que estaba muy
cerca de lograr su macro orgasmo intenso con ese payaso harapiento, viejo y mal
oliente, lo que no pudo hacer con aquel otro refinado arlequín de la
televisión, ni ese otro bufón desgraciado que sonsacó de un prestigioso circo
Mexicano, ni mucho menos el Gigoló musculoso y varonil que contrato, vistió y
maquilló con la más ridícula y sugestiva indumentaria de payaso y de mimo
alcanzando solo un elevado pico de aburrimiento y frustración. Pero todo eso
pertenecía al pasado, fueron ensayos necesarios que le demostraron que su
objetivo estaba en la calle, en lo ocasional, en la frontera de lo vulgar y
repugnante. Por eso cuando lo vio sentado en el andén a las afueras de la discoteca,
con sus ropas húmedas, desteñidas, manchadas, y con una botella de aguardiente
envuelta rústicamente en una bolsa de papel marrón, se lanzó de inmediato hacia
ese ser siniestro, robusto, sin afeitar y de dientes amarillos, para proponerle
el Show de su vida, el espectáculo circense de sus sueños, envuelto por el
celofán de la pasión y amarrado por el lazo rojo de la lujuria. Y ahora en este
instante, cuando lo sentía caliente entre sus piernas perfectas, solo faltaba
que ese hostil y desaliñado “profesional” callejero del humor, le clavara su
portentosa fecha de acero inoxidable en lo más profundo de la mojada e
hirviente caverna de su ser.
Fue en ese momento agudo cuando el agitado
saltimbanqui, aquel mequetrefe inmundo, entendió el sutil mensaje de su
compañera de faena quien tenía abierta las puertas del placer esperando su
brutal embestida final. Así que sin perder más tiempo, pero sin demostrar el
desespero y el hambre, se quitó su colorida peluca crespa y la arrojó hacía el
aire denso de la habitación. Luego retiró sus feos tirantes y dejó caer su
ridículo pantalón, dejando al descubierto unos deprimentes y gastados
calzoncillos pardos, decorados con agujeros de polillas y manchas de
blanqueador al tiempo que escupía una fragancia penetrante y nauseabunda mezcla
de sudor podrido y orín seco, que a ella le pareció la materialización
odorífica del placer. El payaso le regaló una sonrisa de picardía enseñándole
sus dientes amarillos manchados de nicotina y café, mientras se quitaba
lentamente esos tristes y pestilentes calzones quedando al aire libre su sexo
aguado, amorfo y totalmente muerto.
Cuando ella vio la pequeña e inerte gelatina
en la entre pierna de su amante se le borró inmediatamente la sonrisa traviesa
del rostro. Él sintió enseguida su
inquisidora mirada verde y decepcionada clavarse en el cadáver de su miembro,
al tiempo que su consternación y vergüenza se hacían insoportables. Trató sin
éxito de revivirlo con un par de bofetadas, de despertarlo de su sueño profundo
con pensamientos sucios, de animarlo con la estampa de mujer que tenía enfrente
completamente desnuda y en bandeja, solo para él, pero nada funcionaba. Siempre
pensó que su problema de virilidad era culpa de su gorda, vieja y desagraciada
mujer, y más aun cuando uno de sus amigos más sabios de la calle decía: “el
huevo no se muere, se aburre”. Él estaba totalmente de acuerdo, pero si ésta
jovencita de cabello castaño claro, ojos verdes, carita de princesa, cuerpo de
diosa con un abdomen plano, trasero redondo, senos grandes de silicona,
estatura, porte, clase y con una aroma celestial brotando de su piel de azúcar
no podía “entretener al muñeco” la cosa estaba realmente difícil. Estaba a
punto de coger sus puercas ropas y salir corriendo cuando una carcajada quebró
la tensión del momento y frenó su cometido. Era ella, su presa, la que reía con
tal bullicio. La que lanzaba risotadas al aire y lloraba de alegría, o de
burla, él no lo precisaba en el momento. Pero esas carcajadas eran puñaladas
certeras que lo laceraban, lo herían, lo maltrataban en el lugar más doloroso
para un hombre: el ego. Entonces el pobre y andrajoso guasón comenzó a llorar
en silencio mientras la risa iba creciendo en volumen, en intensidad haciéndose
más potente y letal a su orgullo quebrado y dignidad extinta. Él, acostumbrado
a la risa de la gente, a que se burlaran todo el tiempo de sus actos, de sus
chistes, de sus monerías en los semáforos y en los buses de transporte público,
le parecía insoportable ser blanco de ésta “broma” en especial. Le carcomía el
alma, lo llenaba de frustración, de dolor, de ira, de una rabia incontrolable
hasta el punto de querer borrar ese sonido para siempre del ambiente, de no
volver a escuchar nunca más la risa de nadie. Dejar de esforzarse para sacar
carcajadas y golpear a todo aquel que se atreviera a arrojarle una sonrisa
aunque fuera de lejos. Así que sin darse cuenta concentró todo su resentimiento
en su mano derecha, y lanzó un fuerte latigazo cargado de dolor y rencor hacia
la fuente tentadora de la risa, destrozándole los labios carmesí en el primer
contacto. Pero la risa seguía y seguía. Cada vez más eficaz, más afilada y
aguda. Le dio bofetadas en todos los sentidos hasta que se le entumeció el
brazo sin lograr callar el estruendo de la burla. Desesperado, y con el
colorete chorreado en su rostro arrugado, decidió apretarle la garganta con
tanta fuerza que se detuviera el flujo endemoniado de esa carcajada demente, y
así lo hizo con vigor, con fortaleza y determinación. Estrangulando a la bella
joven con sus manos toscas, rusticas y malvadas, sintiendo su cuello magullado
y molido entre sus dedos vivos. De repente un ardor incontrolable se apoderó de
su entrepierna y un volcán enardecido en su interior estalló queriendo fluir a
través de su miembro enfurecido y vital. Ella seguía riendo y llorando de
alegría, y más aun al sentir aquella estaca enterrarse victoriosa en lo más
recóndito de su cueva ansiosa quemando su interior con esa lava ardiente de
pasión. Llenando su cuerpo exhausto de sensaciones maravillosas, inimaginables
y placenteras nunca antes probadas en el manjar humeante del sexo: el macro
orgasmo intenso. Y explotaron juntos en un huracán de los mil demonios, y una
oleada de luz los cubrió al tiempo que los gritos se confundieron en un solo
sonido de poder que reventó los empañados y sucios ventanales de la asquerosa
habitación generando una lluvia nutrida de esquilas sobre la cama de vapor y
entre los cuerpos mezclados en su superficie mojada y grasienta.
Después del frenesí el payaso Chispita, como
se hacía llamar en sus actos de humor callejero, abrió lentamente los ojos
rojos y cansados. Se pasó su mano callosa por la cara sudada y con el
maquillaje corrido. Se colocó lentamente su vestimenta puerca, satinada,
multicolor. Recogió la peluca crespa fucsia que le cubría una incipiente calva
y las hebras cenicientas de su cabello, y la acomodó diligentemente sobre su
cabeza. Tomó la bolsa sarnosa con sus pocas pertenecías y sacó una botella de
aguardiente envuelta en papel marrón. Bebió todo el licor de un solo sorbo y
dijo: Trato cumplido mamacita rica. Cerró los ojos inertes de su amada y salió
corriendo del cuarto dejándola tendida en la cama, totalmente desnuda y con una
expresión fija en su rostro muerto, de felicidad.
FIN
ALVARO RUIZ REYES
Copyright © Alvaro Ruiz Reyes
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